DE SÓCRATES
A SPINOZA
( los
avatares del alma)
La infinita mente de la humanidad toda viene pensando desde
antes de la historia más pretérita. Son quizás muchas más las ideas que se han
“perdido” con pueblos extintos, sin registro alguno antes de la historia
escrita o bajo fuego inquisidor, descuido, prejuicios e ignorancia, que
aquellas otras ideas que los dispositivos de poder rescatan y resaltan hasta
nuestros días. El sistema es perverso, los dispositivos de poder son aparatos
de ocultamiento de la verdad. Siendo la verdad una dicha esencial e innata que
cada criatura conoce por naturaleza, que le es propia por apetito, conato,
deseo o potencia de existir, estos dispositivos la ocultan con dichas
engañosas, señuelos de la distracción, maquinarias abstractas que distraen al
existente de su existencia, que asfixian la dicha innata con falaces alegrías
adquiridas.
Muchos espíritus silentes aguardan las sonoras palabras que
los traigan a la vida. Si la infinita mente de la humanidad toda es, en su
esencia, aún previa a la humanidad misma, el espíritu humano insiste en
expresarse en hablas claras, en lúcidos discursos, en palabras verdaderas. El
espíritu, el tan mentado espíritu, es hoy reducido a una mitología fantástica
de apariciones y aparecidos o a una mercantilizada moda de profetas que llenan
estadios, no obstante, su expresión real, el habla sabia, persevera como
siempre en infinitos reductos alejados y marginados por el poder de una cultura
colonizada por la abstracción.
Sócrates como Heráclito fue uno de aquellos espíritus que
hablaron sin atadura alguna al registro escrito. Las palabras que hoy les
atribuimos son versiones de quienes los sucedieron, ellos, en paz consigo
mismos, hablaron sabiendo que la verdad no es patrimonio del pensamiento humano,
sino de su esencia, que se expresa tanto en él como en la naturaleza toda. La
palabra escrita nunca expresa más sabiduría que la naturaleza misma, el
espíritu sabio es aquel que con los pobres y artificiales recursos de un
lenguaje trata de expresar la sabiduría esencial de la naturaleza toda. Tratan,
sólo tratan, porque lenguaje y naturaleza son dos cosas muy distintas, como
“espíritu” y “alma”. Uno trata de alcanzar y expresar la otra y ese tratar es
su única tarea, así como “existir” (“salir”) sólo consiste en tratar por todo
medio de expresar la propia y común esencia dichosa.
Sócrates es condenado y bebe el veneno por sostener la
existencia de un Dios único. No adjura de su pensamiento como expresión
absoluta de su sujeción a la recta razón, no es la muerte argumento alguno para
renegar de la verdad, su verdad. En una Grecia mitológicamente politeísta, su condena es
necesaria y ni siquiera Platón se ocupa de defenderlo de su confesa
transgresión. El Dios de Sócrates desafía a los dioses griegos y es sostenido
con su propia vida, es tan férrea su convicción, tan profundos sus argumentos
racionales que ni siquiera teme a la muerte, el eterno baluarte del poder
instituido.
En el último día de su vida dedica las horas a desmitificar
la muerte, a quitarle toda su alianza con el poder instituido para que se
exprese en toda su potencia. El Fedón es un largo discurso sobre la muerte que
culmina con su concreta expresión, Sócrates nos dice qué piensa sobre la muerte
y luego muere, él mismo bebe el veneno sin ninguna turbación. Sócrates no teme
en absoluto desprenderse de su cuerpo porque lo considera un estorbo para su
alma un vínculo con lo perecedero y corrupto, tal es la clásica división
cuerpo-mente o cuerpo-alma, a la que él adhería y que todos hemos heredado de
aquel pensamiento.
El politeísmo griego fue luego politeísmo romano y Cristo fue
un nuevo Sócrates, los maderos y los clavos reemplazaron al veneno, pero la
causa fue la misma, la defensa de un Dios único y el arma esgrimida como
condena por el poder instituido, siguió siendo una y la misma, la muerte. Del
infierno socrático se construyó el paraíso cristiano, pero Cristo al tercer día
resucita en cuerpo y alma, en esta segunda versión del mismo conflicto hay una
revalorización del cuerpo, al menos del de Cristo, que es salvado de la
corrupción, luego se nos prometerá igual salvación a todos los mortales.
Sócrates es recordado por haber acatado la ley de los hombres
más allá de sí mismo, muere por obediencia debida a una condena de los hombres
(deberíamos decir de los varones) y Cristo es condenado por una turba que salva
a Barrabás. Uno causa su muerte bebiendo el veneno, el otro es torturado y
crucificado, pero de los preciosos argumentos que despliega Sócrates en el
Fedón nada recordamos, como nada recordamos de la palabra de Cristo, ambos
dramas históricos han servido y sirven para enaltecer la muerte como baluarte
del poder instituido, reforzar el miedo ante la ley más que el amor por la
recta razón, instituir la obediencia y eliminar la parresia, el arrojo por la verdad aún en contra de uno mismo. Y
también ambos dramas han servido para eternizar la dicotomía cuerpo-alma o
cuerpo-mente sobre la que argumentaba Sócrates y sobre la cual el cristianismo
devenido catolicismo y sus variantes, construyó toda su mitología.
Pero estamos aquí para reflotar argumentos, en especial los
de Sócrates en el Fedón, bajo una mirada spinociana que nos depara grandes
sorpresas.
Se pregunta Sócrates, “¿el alma, es algo?” y para demostrar
qué es ese algo al que llamamos “alma” denostó al cuerpo. El cuerpo, si es él
mismo algo, es excesos y error y debe ser silenciado para que se exprese el
“alma”. En esa tarea comienza relativizando la veracidad de los sentidos y
señala al cuerpo como un estorbo, más que un aliado de la ciencia, “el ojo es ciego, el oído es sordo”.
Describe a los sentidos del cuerpo como inductores del error en contra de un
“alma” apresada en él y dueña de una
verdad innata.
Se cuestiona la realidad de la “justicia”, del “bien”, de lo
“bello” y decreta que ninguna de esas realidades son percibidas con los “ojos del cuerpo”. Y lo mismo cuestiona de la
“salud” y de “la esencia de las cosas, de lo que cada una sea en sí”. Duda
de la capacidad del cuerpo para conocer y señala al “alma” y a la
“inteligencia” como camino al conocimiento, sellando la igualdad del alma con la mente. Esta clara división
decretada entre el alma y el cuerpo o entre la mente y el cuerpo, es propia de
esta época del pensamiento humano que consagra a los dioses o a Dios como
dueños y regentes de las almas y las mentes de los hombres y señala al cuerpo
como sitio del error y del “pecado”, fértil terreno del que brotará toda la
filosofía judeocristiana que pretende extenderse hasta hoy en día.
Cuestionar la veracidad de los sentidos corporales es
cuestionar la veracidad de toda la realidad sensible, aquella a la que
accedemos por los sentidos. ¿Mirar es ver?, la “mirada” es la “especie”,
¿cuánta verdad expresa la especie humana con su mirada, qué ve realmente de
entre todo lo que mira? El cuestionamiento de Sócrates es muy tajante y
profundo y nos tienta, en principio, a salir en defensa del cuerpo, esa entidad
tan maltratada desde siempre. Él, en tanto, se desprende del suyo con absoluta
naturalidad, supera en convicciones al mismo Cristo, que supo reclamarle a su Padre
el haberlo abandonado.
¿Son los sentidos del cuerpo fuentes de fatal error, o lo es
la mente como intérprete supremo?
Los sentidos corporales de un ignorante funcionan
perfectamente, tanto o más aún que los de un sabio, no es el oftalmólogo quien
puede librarnos de prejuicios ni es el otorrino laringólogo quien pueda
colocarnos un audífono para escuchar el verdadero sentido de las palabras. Es
la mente como intérprete supremo la única diferencia entre el sabio y el
ignorante, pero la mente está en el cuerpo, crece y se desarrolla con él y
nunca es más hábil el ojo que mira que la mente que ve, ni viceversa, la mente aprende a ver porque el ojo
aprende a mirar.
La mente no es sólo la suprema intérprete del cuerpo sino la
cabal expresión de su cronológica historia. No hay dicha mental que surja de la
desdicha corporal, ni dicha corporal que surja de la desdicha mental, ambas
funcionan al unísono en el infinito juego de los afectos. Aplicar el alma a la mente
es un error tan fatal como aplicarla al cuerpo, espiritualistas y materialistas
discutirán por toda la eternidad porque nunca es el error camino alguno a la
verdad, más que como señal de la necesidad de cambiar el rumbo, perseverar en
la huella equivocada, hace de la huella misma una verdad fallida. Dudar de los
sentidos corporales es una tarea tan válida como la de dudar de las
interpretaciones mentales, es el alma
quien en ambas dudas busca su cabal expresión. Porque no hay modo de que el
alma se exprese cabalmente en un cuerpo si no lo hace al unísono en la mente y
viceversa.
“Tal como se ordenan y
encadenan los pensamientos y las ideas de las cosas en la mente, así
exactamente se ordenan y encadenan los afectos del cuerpo.” Ética V,
proposición I.
“El orden y conexión de
las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas.” Ética II,
proposición VII.
Es Spinoza quien nos sorprende a todos con una “única substancia dotada de infinitos
atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia infinita y eterna.” Ética
I, definición VI. Explica la mente como expresión del atributo “pensamiento” y
explica al cuerpo como expresión del atributo “extensión”, ambos dos dotados de
absoluta igualdad en la expresión de una esencia eterna e infinita (alma). No
sólo no hay preeminencia ni supremacía entre ambos (mente y cuerpo) sino que
son una y la misma cosa, atributos, que expresan la esencia infinita de la
substancia dotados de absoluta igualdad. Igualdad que decreta la ecuación o
ecuanimidad entre todos ellos y establece la inexistencia de unos en ausencia
de los otros.
No hay tal cosa llamada “mente”, “idea”, “pensamiento”,
“entendimiento” o “inteligencia”, sin esa otra cosa llamada “cuerpo”,
“extensión”, “materialidad” o “corporalidad”. Siendo así, parece que Spinoza
reniega de la inmortalidad del alma por la que tanto se esmeraban los
argumentos de Sócrates. Si el alma es la “mente”, el “pensamiento”, las
“ideas”, la “inteligencia”, todos estos cesan ni bien muere el cuerpo. Y si el
alma es la concreta existencia material, las pasiones y padecimientos dichosos
y tristes de un cuerpo existente en acto, todos ellos cesan también cuando
muere el cuerpo. Entonces, ¿es que existe tal cosa llamada “alma”?
Si existe, no está en la mente ni está en el cuerpo, ambos
expresan la esencia de la sustancia, infinita y eterna, de manera diferente.
Aquello que expresa es un modo de lo expresado, una modificación o modalidad
bajo un determinado atributo, pensamiento en la mente, extensión en el cuerpo.
Pero aquello que expresa nunca es lo expresado, apenas es una modalidad de la
expresión. La ecuación o ecuanimidad se alcanza cuando lo expresado comulga
absolutamente con la expresión o cuando la expresión es fiel reflejo de lo
expresado, a eso podemos llamarlo “verdad”.
Siendo la mente “una
idea del cuerpo existente en acto”, su verdad es la expresión de los
avatares de la existencia del cuerpo y siendo el cuerpo la composición de
partes externas y preexistentes que coinciden absolutamente con una esencia
infinita y eterna, su verdadera expresión no es otra cosa que esa coincidencia
o comunión. En resumen, ambos dos, cuerpo y mente, alcanzan la verdad no cuando
se expresan a sí mismos, en un “yo” parlante o en un cuerpo actuante, sino
cuando expresan lo expresado, la esencia infinita y eterna de la Substancia que
los determina. En otras palabras sería como encontrar aquello que el “yo”
quiere decir, más allá de lo que dice y aquello que el cuerpo quiere hacer, más
allá de lo que hace.
Es el cuerpo el ente existente por excelencia que expresa una
mente como la idea actual de sí, cuando el cuerpo muere, la mente nada puede
expresar de su existencia actual, ambas expresiones cesan al unísono, lo cual
no significa que lo expresado desaparezca. Lo expresado es condición previa de
la expresión, nada puede ser expresivo si no existe “algo” que expresar, como
la luz que es condición previa de los colores que no son más que el efecto de
su reflexión. La esencia que expresa el cuerpo es la misma que expresa la mente
y es previa a ambos dos.
Aquello que se expresa (un cuerpo y una mente), lo expresado
(una esencia o alma) y la expresión (afecciones, padecimientos, palabras y
obras), son tres instancias diferentes de una misma cosa. Confundir la
expresión con lo expresado es confundir la existencia con la esencia, es
concebir al “yo” parlante como la expresión de la esencia de la mente
(egolatría) o al cuerpo actuante como la verdad de su esencia (voluntarismo).
Es concebir a aquello que se expresa (cuerpo-mente) como fiel reflejo de lo
expresado (esencia o alma) y no como una más o menos fallida manera de la
expresión. La distancia entre la expresión y lo expresado es la distancia entre
la existencia y la esencia, entre aquello que es en otra cosa y aquello otro
que es en sí. Ninguno de nosotros somos, esencialmente, aquello que decimos o
actuamos, ambas expresiones traducen la pugna de aquello que busca ser
expresado frente a la maraña de la expresión misma.
Hay quienes dicen que no hay esencia alguna que se exprese
más allá de la concreta existencia del cuerpo, que toda intensidad proviene de
la extensión como único atributo, materialismo puro sin ninguna esencialidad.
Cabría preguntarse entonces, porqué tal materia carente de toda esencialidad o
esencialmente supeditada a los avatares de la extensión, no tiende al más
absoluto caos, y si esa fuera su tendencia o apetito, sería también su propia
esencia, demostrando que tal materialidad abstracta es imposible. Pero la
naturaleza nos muestra algo diferente, del caos inicial en el que suele
presentarse la materia, se organizan los encuentros/desencuentros, de lo común
e indiferenciado surge lo individual y diferente como un designio que hace
posible las infinitas expresiones diferentes de la existencia. Si el caos fuera
su tendencia, apetito, deseo o esencia, nada nos rescataría del caldo primitivo
en el que los cuerpos simples y eternos, por su propia simplicidad,
perseverarían como tales por toda la eternidad o darían origen a la composición
aleatoria de criaturas que sólo contribuirían al caos esencial descomponiéndose.
Que el caos pueda ser un estado natural no implica que sea la esencia de la
naturaleza. Encuentro/desencuentro, composición/descomposición, parece ser el
juego infinito de la materia y del pensamiento a través del cual se expresa la
existencia, el modo existencial de la
esencia.
Ni el encuentro, ni el desencuentro, son la esencia en sí,
sino las modalidades o modos de su expresión. Ninguna afección es la esencia
misma, pero todas son afecciones de la esencia. Los “buenos encuentros” son en
la mente las ideas adecuadas, aquellas cuya realidad formal coincide con la
esencia, que expresan lo expresado de la manera más perfecta. Los “buenos
encuentros” son en el cuerpo, aquellos que lo componen, que comulgan en
estructuras que lo expresan perfectamente. Los “malos encuentros” son en la
mente las ideas inadecuadas, aquellas que ocultan, tergiversan o niegan la
propia esencia dichosa y envenenan su funcionamiento con errores y prejuicios.
Los “malos encuentros” son en el cuerpo aquellos que lo descomponen, que
deshacen su estructura invalidando su acción, que lo envenenan, enferman y
matan. No hay en nuestra naturaleza o esencia nada que nos dañe, muy por el
contrario ella es pura potencia de existir, tendencia a perseverar en la
existencia. Todo daño proviene de una causa externa que nos entristece, de una
afección que contradice nuestra potencia de existir y disminuye nuestra
perfección. Los seres imperfectos, aquellos que obran en contra de sí mismos y
de los demás, no lo son por virtud de su esencia o naturaleza, sino y muy por
el contrario, lo son por ignorancia, represión, tergiversación o negación de su
propia naturaleza o esencia dichosa. El poder en la cultura, lejos de facilitar
y promover la expresión de la esencia dichosa, la ignora, tergiversa o niega en
función de sus propios intereses. Esencias sojuzgadas al poder cultural
instituido se expresan en cuerpos desalmados, desanimados, esclavos que obran
por extrañas voluntades.
Si el alma realmente existe y no está en el cuerpo ni está en la mente, aquietados ambos,
cuerpo y mente, el alma debería hacerse presente.
Dormir es aquietar el cuerpo y la mente, suspenderlos en sus
funciones vigiles, apartarlos de toda
percepción sensible del acontecer. Todas aquellas estructuras corporales
destinadas a percibir la “realidad” sensible deben ser apagadas. Oscuridad o
penumbra suficiente y párpados cerrados apagan la visión, los ojos dejan de ver
el entorno pero se transforman en una gigantesca pantalla donde se proyecta lo
ya visto. Imágenes de la víspera se suceden una tras otra y por un mecanismo de
libre asociación o de composición esencial de las imágenes nos retrotraen al
pasado en el que lo vivido es revivido con el auxilio de la fantasía, que actúa
aquí como una expresión del deseo. Esa remembranza de la vigilia, de lo ya
vivido, debe aquietarse para que puedan expresarse niveles más profundos de la
existencia. De no ser así, el insomnio se presenta como una imposibilidad de
apartarnos de la “realidad” vivida y la revivimos en una rumia mental con toda la
intensidad de la vigilia agigantada por las propias fantasías. Si la mente se
aquieta y logra no pensar, se apaga, su función diurna se detiene, cesan las
ideas, pensamientos, razonamientos o argumentos y con ellos las emociones y
pasiones que nos mantenían aún despiertos. El cuerpo nada siente, la mente nada
piensa y de esa “nada” a la que llamamos dormir surge, cada tanto, una
conciencia más profunda. ¿Qué es eso?
Eso es la esencia, dicha esencial e innata que pugna por su
expresión. Cuanto más extraña nos parezca, cuanto más extranjeras nos resulten
sus maneras, más lejos está nuestra existencia de nuestra esencia y mayor es el
terror en forma de pesadillas. Algo similar describe el Budismo Tibetano en el
“bardo de Dharmata” del proceso de morir. El conato, la tendencia o el apetito
esencial, es decir, el propio deseo, nos resulta tan extraño que sólo lo
concebimos (lo recibimos) alucinatoriamente. Fantasmagorías de las más diversas
índoles disfrazan el propio y extraño deseo. De todas las ignorancias posibles, no hay una mayor que la del propio
deseo. Quien se ignora a sí mismo, a su propia naturaleza o esencia, lo
ignora todo, porque no hay rumbo al conocimiento de las esencias, de aquello
que cada cosa sea en sí, que no parta del conocimiento de la propia esencia o
naturaleza. La acuciante necesidad de soñar, que hace de esa actividad un
ineludible imperativo biológico, surge de la acuciante necesidad de ser,
aquello que uno fuere, aunque sea alucinatoriamente. El insomnio es hoy en día
una extendida epidemia como acabada expresión de la ignorancia, represión o
negación del propio y común deseo de dicha.
Creemos puerilmente que la luz de la mañana nos rescata de un
inconsciente esencialmente perverso, de una inconsciencia onírica apenas
concebible como alucinación. Aquello que en realidad nos muestra el
inconsciente freudiano es la distancia que media entre nuestra dicha esencial e
innata y nuestra dicha existencial y adquirida, entre aquello que hemos llegado
a ser existencialmente y aquello que somos esencialmente. El modo existencial
de la esencia y la esencia misma, confrontan en los sueños. Un cuerpo mental,
igual y diferente de nuestro cuerpo físico, se mueve y actúa en los sueños, un
cuerpo que expresa nuestros más profundos deseos, nuestro apetito esencial,
confronta con una mente que no atina a reconocerlo, que se asusta y aborrece de
sus propias capacidades y escapa despertando sobresaltada en la supuesta paz de
la vigilia conocida. Habrá quien diga que el sueño es una actividad propia de
la mente y que aquello que en él suceda a ella le pertenece. Pero el sueño no
pertenece a la mente, aunque se exprese tanto en ella como en el cuerpo, el
sueño sólo expresa la esencia, la dicha esencial e innata y es la mente, o lo
que de ella hemos hecho, su principal obstáculo expresivo, al extremo de
decretar el olvido. Nuevamente es aquí el cuerpo el que interpela a la mente,
es el acto esencial e innato el que interpela a la idea adquirida, mostrando el
desvinculo entre atributos, su inequidad o inadecuación. El espejo en la mañana
nos devuelve al “yo” conocido, que inviste de puerilidad e intrascendencia el
reclamo onírico.
Esa disparidad entre esencia y existencia surge de un cálculo
diferencial, de una “derivada temporal” o “tasa de cambio en el tiempo” que es
producto de la confrontación de la propia potencia esencial con las afecciones
de la existencia.
Un afecto, que es la expresión de una mayor o menor potencia
de existir o esencia, es decir, una alegría o una tristeza, no puede explicarse
por la propia esencia o naturaleza, sino por su confrontación con las infinitas
potencias externas y existentes comparadas con la nuestra (Ética V, proposición
33, demostración.). Nuestros afectos, “amores” u “odios”, no son producto
esencial de nuestra naturaleza sino el resultado de su confrontación con las
causas externas y existentes. No amamos por naturaleza aquello que es “bueno”,
sino que consideramos “bueno” todo aquello que amamos y viceversa, no odiamos
por naturaleza aquello que es “malo”, sino que consideramos “malo” todo aquello
que odiamos. El odio produce el mal y el amor produce el bien, somos así
inconscientemente gestores del “bien” y del “mal”, que carentes de toda
realidad intrínseca, son producto de nuestros propios afectos, son la expresión
más o menos fidedigna de nuestros propios apetitos, deseos y frustraciones.
Quien ama su propia naturaleza, quien comprende su conato,
tendencia o apetito esencial, quien logra expresar su propio deseo, ama en ese
mismo y sencillo acto toda otra naturaleza porque las esencias convienen todas
entre sí, y aunque se deba conocer y evitar aquellas otras existencias que no
nos convienen, lejos de vincularnos con ellas odiosamente, sólo las
comprendemos, cambiamos el odio por amor intelectual o conocimiento. Esa es la
sencilla diferencia entre el sabio y el ignorante, entre el ser humano libre y
el esclavo de sus pasiones.
Sólo los afectos de alegría facilitan la expresión de la
esencia en la existencia, sólo la dicha nos conduce a la verdad esencial que es
siempre una y la misma expresada de infinitas maneras diferentes. Las pasiones
tristes someten el alma, disminuyen la potencia de existir, en esas
circunstancias el cuerpo desalmado es un autómata gestor de tristezas, las
calamidades se suceden en un presunto “destino” que no es otra cosa que un
“diseño” en el prejuicio y el error. Cuerpos desalmados reclaman la piedad de
un dios, mentes ególatras exigen su asistencia, mientras la esencia que es su
única, infinita y eterna expresión, agoniza sepultada en el error, aguardando
un nuevo diseño.
Los sueños son expresiones alucinatorias del deseo, no es la
alucinación un carácter propio del sueño sino la expresión de la ignorancia,
represión o negación vigil del deseo. Quien vive de acuerdo a su naturaleza,
tendencia, conato, deseo o potencia esencial, ama tanto sus sueños nocturnos
como su vigilia diurna, a tal punto que unos y otros no son más que expresiones
de una misma existencia dichosa. Todos morimos en estado de inconsciencia porque
la conciencia corporal y mental es patrimonio de la existencia, pero la muerte
no. La muerte como los sueños, es una expresión esencial y sólo puede
concebirse (recibirse) desde la esencia misma. Morir es perder la conciencia
mental y detener la actividad corporal, no hay en ello nada extraño. Lo
absolutamente extraño, lo extranjero y bárbaro, es vivir en estado de
inconsciencia, sin que nuestros pensamientos, razonamientos, ideas o argumentos
expresen la propia esencia y sin que el cuerpo obre con toda la eficacia de su
potencia.
Mentes y cuerpos desalmados se expresan como autómatas
existenciales a los que el poder les dicta sus deseos, orienta su conato,
tendencia o apetito como si le fuera propio, elije por ellos consolidando la
herejía. Desalmar es la tarea del poder en la cultura, atomizar a Dios en
infinitos dioses, atomizar al hombre en infinitos hombres, multiplicar el
esencial y común deseo de dicha de las criaturas en infinitos y mezquinos
deseos individuales, sepultar la comunión en infinitos destinos diferentes.
Hacer del hombre el lobo del hombre y asesinar a Dios en él. Envenenar a
Sócrates y crucificar a Cristo, cotidianamente.
Todos logramos en la existencia algún grado de dicha, aunque
más no sea evadiéndola, pero no hay en el momento de la muerte posibilidad de
evasión alguna. Aquello que evade, o sea, un cuerpo y una mente, cesan, y sólo
cabe allí la expresión desnuda de la esencia. Esa expresión desnuda de la
esencia sólo es posible por el abandono de la conciencia mental y corporal, lo
existente y finito deja su lugar a lo eterno e infinito. El punto de contacto
entre ambas condiciones, si es que acontece, sólo cabe en el asombro o
iluminación ante la epifanía dichosa de la esencia.
Si la esencia se ha expresado dichosa en la existencia, no
hay aquí nada nuevo, dicha por dicha. Conciencia e inconciencia no son,
esencialmente, estados diferentes, la esencia es una y la misma en la
conciencia vigil, en la “inconciencia” onírica o en el proceso de morir, entre
ellos toda diferencia es existencial y como estamos dejando de existir, en la
muerte desaparece toda diferencia en la definitiva comunión esencial. Quien
fundó en sus diferencias personales el sentido de su existencia, sentirá
solamente la tristeza de su propia descomposición, quien fundó en su esencia
común y eterna el motivo de su existencia, comulgará en la alegría de todas las
esencias.
Como la dicha esencial e innata es siempre infinitamente
mayor que la existencial y adquirida, experimentamos alegría, el pasaje a una
mayor perfección, aunque paradójicamente estemos muriendo. La dicha esencial es
infinita y eterna, y de ella proviene toda dicha existencial, duradera y
finita, todo pasaje a una mayor perfección, toda vivencia de alegría.
La alegría brota de una manifestación o epifanía que reconoce
a un “buen encuentro” como causa. Del encuentro con una idea adecuada que
ilumina (asombra) a la mente, del encuentro con una palabra justa que traduce
el afecto en concepto, del encuentro con un cuerpo que conviene con el nuestro
y compone con él una dupla más potente y finalmente del encuentro de la esencia
con sí misma, la alegría surge de las esencias que convienen entre sí. La idea
adecuada conviene esencialmente al entendimiento, (“Es propio de la naturaleza
de la razón percibir las cosas bajo una cierta especie de eternidad”, Ética II,
proposición 44, corolario 2.), la palabra justa conviene esencialmente al
concepto/afecto, el cuerpo que se compone con el nuestro conviene esencialmente
a su potencia. La alegría no es otra cosa que la epifanía o manifestación de la
esencia en la existencia, que expresa una mayor perfección por virtud del buen
encuentro.
La alegría es potencia esencial que el buen encuentro hace
explícita en la existencia, precede tanto al buen encuentro que la expresa como
al mal encuentro que la reprime, es patrimonio innato de la potencia de existir
o esencia.
Así como toda ciencia es una reminiscencia (Fedón), toda
existencia es una reedición esencial. Existir es expresar una esencia, aunque a
la esencia no le pertenezca la existencia (Ética) y como a ella no le pertenece
la existencia, nada de ella cambia cuando dejamos de existir. Las esencias se
mueven en la existencia como la luz entre los colores, ella es siempre la misma
aunque los colores la reflejen de maneras tan distintas. Sus infinitos reflejos,
sus expresiones siempre diferentes, encandilan, de tal suerte que pasamos la
vida eligiendo colores, bandos, facciones, absolutamente ignorantes de la
comunión esencial.
Considerar la muerte como un renacimiento desactiva el
principal recurso del poder en la cultura. El poder es “poder matar” y por más
eufemismos que instrumente, su efecto es la desdicha, la tristeza, la
enfermedad y la muerte prematura.
Como un endeble castillo
de naipes todas las estructuras de poder se desvanecen cuando las criaturas
comprenden que su esencia o alma no está atada a la existencia, más allá de que
se exprese en ella. El poder biomédico y su ilusoria promesa de eternidad,
cesan y cesa también el encarnizamiento mercantil en prolongar la vida a
cualquier precio. La acumulación de riquezas como símbolo de “seguridad” pierde
todo sentido, el tener para ser pierde significado y el poder económico se
desvanece ante la potencia de la esencia que obtiene de sí misma todo lo
necesario.
Pero
aclaremos muy bien que no se trata de instrumentar el concepto de una esencia o
alma infinita y eterna, como un recurso para que las criaturas soporten
condiciones miserables de existencia, como lo instrumentan algunas religiones.
Ni se trata de que saber que el alma al fin regresa indemne a la existencia,
resulte en un recurso que el poder perverso aproveche para sostener la
tristeza. La tristeza en la que existo es idéntica a la que el poder instituido
sostendrá para mi renacimiento. La tristeza en la que existo es un constructo
del poder cultural instituido y perseverará intacta aguardando mi renacimiento.
Se trata entonces de hacer de la existencia o del modo existencial de la
esencia, algo dichoso. Para la desdicha y la tristeza, para la miseria
existencial de las criaturas, no hay justificación alguna, más que la
identificación de un poder abyecto que las determina y sostiene. En la tristeza
y la miseria, la esencia se apaga como una llama sin oxígeno, la desdicha
asfixia la potencia de existir y la esencia o alma se repliega sobre sí misma
para regresar con un absoluto, idéntico e intacto, apetito de dicha.
Las existencias miserables no enaltecen la esencia o alma,
muy por el contrario, la apagan prematuramente impidiendo que se exprese en su
esencial apetito de dicha, en su capacidad común de modificar la existencia. El
poder siembra tristeza y miseria para cosechar más poder, aplastando la
potencia de las criaturas.
Las esencias se expresan en la existencia y ellas son,
esencialmente, dicha, alegría, potencia de existir, y las existencias son,
existencialmente, apetito de dicha, conato, tendencia, deseo de perseverar.
Cuando las existencias son desdichadas, nunca lo son por virtud de sus
esencias, sino y muy por el contrario, lo son por causa de los infinitos
poderes existentes que impiden su expresión; la ignorancia, el prejuicio, el
error y las pasiones tristes.
Aquello que en política se denomina genéricamente “las
derechas”, “el conservadorismo”, o más específicamente “el neo liberalismo de
libre mercado”, no es otra cosa que la implementación de dispositivos de poder
sociocultural instituido específicamente orientado a reprimir la potencia
esencial de las criaturas reunidas en multitud, pueblo o nación. El concepto de
“alma” o “esencia”, es un concepto netamente político, el alma es el componente
individual de la comunidad toda, confinarlo a las religiones o aun a la
filosofía misma, es apartarlo de la cotidianeidad del existente, del aquí y
ahora de cada uno de nosotros, es ofrendarlo a un poder que consciente de la
potencia infinita del concepto lo mantendrá oculto bajo siete llaves.
Quien alcanza la verdadera idea de su esencia o alma, alcanza
en ese mismo y sencillo acto, la idea verdadera de todas las esencias, de todo
aquello que las criaturas son en sí. Semejante sabiduría implica tal potencia
que conjura y neutraliza todo poder sociocultural instituido, es absoluta
libertad, el fin de toda condena o aquello que Spinoza denomina “beatitud”. “La
felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud
misma” (Ética V).
La promoción vana que el poder en la cultura hace de la
Filosofía, la enorme inversión que
realiza en sostener filosofías erradas, en resaltar el error, aún presente en
las filosofías más sabias, en tergiversar, neutralizar y negar sus abundantes
verdades, apunta a sostener un mundo a-filosófico, que no ame conocer, alienado en la chatarra de una información
falaz, errada y prejuiciosa, que alimenta la gigantesca herejía de un poder
abyecto. Un mundo que ame ignorar y sólo
pueda obedecer, un mundo desalmado y automáticamente erróneo.
Comprender la esencia de los seres y las cosas es ir más allá
de su expresión existencial, es atravesar la puesta en escena de los modos y
las maneras para alcanzar la esencia, la potencia esencial, que mostrándose individualmente
expresa lo común, aquello que conviene a todas las criaturas, que las hace
dichosas, las compone y expresa. El sabio siempre ve más allá, conoce la
esencia de aquello que mira y reclama su expresión en la existencia. Su dolor y
su asombro provienen de comprender la enorme distancia que media entre la
esencia y la existencia de las criaturas que conforman su prójimo. El sabio ve
el error más allá de la vana alegría, ve la ignorancia del ególatra que se daña
dañando a los demás, ve la obcecación del voluntarioso que orienta su acción en
contra de su deseo alienado en extrañas voluntades. Ve la tristeza de un
prójimo desalmado por el poder cultural que se apaga día a día en el prejuicio
y el error. Ve la muerte prematura en la tristeza de las “miradas” de su propia
“especie”.
La ignorancia es la fuente del miedo, del error y aún de la “maldad”,
la ignorancia de la esencia o alma de los seres y las cosas nos torna endebles al
poder sociocultural instituido. Jamás la idea adecuada de la propia y común esencia
dichosa nos será facilitada por un poder que se soporta en la ignorancia, el miedo
y el error, en la división abstracta de las almas que atomizadas en infinitos diseños
diferentes, pierden definitivamente la potencia de su esencia común y dichosa.
Muy buen artículo, despues de muchos años de reflexiones empecé a tener fuertes coincidencias con Spinoza y con el Dios de spinoza
ResponderEliminarGracias amigo, Spinoza es todo un uníverso
EliminarEs muy interesante el pensamiento de Spinoza y debo agradecerte ...el hacerlo comprensible, muchas veces me resulto dificil abordarlo. En ese camino estoy aún, mucho tiempo estuve anclada en esa "dualidad" del pensamiento socrático, sin encontrar una solidez que me permita comprender más allá de la fe, el pensamiento de Spinoza es como un vendaval de aire puro, que se lleva viejas estructuras y te despierta con un nuevo pensamiento. Saludos!
ResponderEliminarGracias por tu comentario
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