lunes, 9 de enero de 2012

ÉTICA Y POTENCIA




Erróneamente le reclamamos ética a nuestras conductas, cuando no hay conducta posible sin una ética previa. “Ética” significa “carácter”, “manera de ser”, es la “etología”, un compendio de conductas que hace de las criaturas aquello que son por lo que obran. Ser y obrar son a tal punto una y la misma cosa, que no se puede obrar sino aquello que uno es y no se puede ser sino aquello que uno obra.



A nuestro mundo no le falta ética, muy por el contrario, despliega una ética eficiente y perversa, aquella de la que es producto, su ser y obrar cotidianos.

Las distintas éticas confrontan en el mundo. Desde la común y universal ética del auto-interés que le es dada a toda criatura como condición esencial, por virtud de la cual persevera obstinadamente en la existencia, se empeña en ser aquello que fuere enfrentando toda adversidad. Pasando por la ética de las finalidades o teleológica, que modula las conductas en pos de determinados fines y puebla un mundo de criaturas diversas, cada una eficiente en su modo de ser. Llegando a la ética del derecho o deontología en la cual las criaturas, capaces de razón y reflexión, se preguntan y responden por sus derechos y deberes en la existencia y legislan sobre sí mismas inmersas en una comunidad. Ética de los códigos, de la ley, del juicio y la condena. Hasta llegar a la ética de las esencias que aborrece de todo código, penal o civil, porque ella es un código en sí misma. Ética de las causas esenciales y eficientes de las cosas, los seres y los hechos, que rechaza al juicio y la condena. Ética de la compulsión esencial, de las causas que crean la necesidad, del deseo, alejadas de toda voluntad o libre arbitrio. Ética de la naturaleza misma que confronta con la civilización como construcción contra-natura, de la “naturaleza naturalizante” aquella formadora de naturaleza. Ética del conocimiento infinito que como permeable margen o frontera, limita y al tiempo libera al conocimiento humano, a la infinita mente de la humanidad toda para la cual es frontera de sabiduría y margen de su propia expansión. Ética del concreto acontecer de las cosas, los seres y los hechos que intrigan y atrapan la atención y el acecho de la mente humana.

Mientras los seres humanos nos limitemos a ejercer una ética del auto-interés, no nos diferenciamos en absoluto de las bestias, de los brutos. Esto no es ni “bueno” ni “malo”, solamente es empobrecedor, reducir la humanidad a la brutalidad, es negar la humanidad misma, es confinarla a su mínima expresión, es perseverar en la tribu primitiva, apenas alejada del rebaño o la jauría.

Tampoco nos expresan acabadamente las éticas teleológicas, aquellas en las cuales “el fin justifica los medios”, apenas delinean nuestras individuales competencias, dibujan nuestras originales capacidades imaginativas en virtud de las cuales competimos en pos de un horizonte ubicuo y en una desenfrenada carrera arrasamos con todo y muy especialmente, con nosotros mismos. Ética útil para nuestros pequeños diseños personales en los que solemos abstraernos del destino común. Su máxima expresión es la ambición por el dinero, la suprema abstracción, definitivamente separada de las cosas, los seres y los hechos y que sólo se vincula con ellos porque puede comprarlos. Poseer es la más paupérrima manera de ser.

La deontología o ética del derecho nos atrapa, preocupa y ocupa, en diversa medida en cada comunidad. Nuestra presunta “esencia racional” nos hace suponer que la verdad es producto del entendimiento humano. Ya lo dijo Hannah Arendt; “…sostener que la verdad es producto del pensamiento humano, supone confundir la necesidad (compulsión) de pensar con el ansia (apetito) por conocer.” La compulsión a pensar y el apetito por conocer son “verdad” en tanto condiciones esenciales de la mente humana. Pero, que la mente funcione con “verdad”, verdadera-mente, adecuada-mente, no implica que sea causa de la “verdad”. A lo sumo será capaz de descubrir, develar, concebir, las causas eficientes de la “verdad”, que lejos de pertenecerle son propias del acontecer de los hechos. La “verdad” acontece, independiente-mente de que nuestro pensamiento la comprenda.

Como nuestra esencia, lejos de ser “racional” es pura imaginación, aquello que la mente humana hace es imaginar una “verdad” y modular la imaginación en una razón que la soporte. Permanentemente la imaginación humana confronta con una razón universal, con el logos de un acontecer en el que ella misma está inmersa. Así, la “verdad” aparece y desaparece de la mente humana, que comprende o confronta con el acontecer mismo. Cuando la mente humana la descubre, la devela, la concibe, cree puerilmente ser su causa, sin saber que volverá, indefectiblemente, a perderla en tanto no le pertenece.

La ética del auto-interés nos confina a la tribu primitiva, a un “estado de naturaleza” o una “ley de la selva”, en la que se salva quien pueda. Algo no muy diferente de aquello que propone el “capitalismo de libre mercado”, en donde las capacidades naturales son reemplazadas por las del dinero reunido en capital.

Las éticas teleológicas nos atrapan con el señuelo de sus finalidades. Si no fuéramos presos de la imaginación, sabríamos perfectamente que no hay otro fin individual que la muerte misma. Aborrecemos de ese conocimiento racional porque nos hace desdichados y esa desdicha nos lleva a perseverar en la dichosa imaginación y sus finalidades. “Fortuna”, “dicha”, “salvación”, “seguridad”, “bienestar”, “felicidad”, “salud”, “amor”, son construidos imaginativamente por un marketing individual, zanahorias irracionales por las que se mueve al burro, mentiras personales por las que se mueve la humanidad, cuando todas ellas son patrimonio de lo “común”, esencia de la comunidad, que compite por ellas en vez de comulgar en ellas. Como la araña que teje su tela una e infinitas veces, ignorante de la intemperie, las personas tejemos una y mil veces idénticas fantasías individuales ignorantes de la comunidad.

La deontología como exclusivo producto del pensamiento humano, pretende convencernos que la “verdad” se alcanza pensando. Cuando la “verdad” de las cosas, los seres y los hechos, simplemente acontece y el pensamiento humano sólo puede ser un vigía atento que acecha y comprende ese acontecer, que a lo sumo puede anticiparlo. Entonces, energía igual a masa por la velocidad de la luz al cuadrado (E=M.C2), no es la cauta interpretación del acontecer de las cosas, los seres y los hechos, sino la abstracta ecuación del acontecer mismo. Apropiándonos de ella nos consideramos hábiles constructores de naturaleza y el seis de Agosto de 1945 desaparecemos Hiroshima y millones de mundos desaparecen allí.

La ética del derecho nos convence que pensando alcanzamos la “verdad”, los códigos civiles y penales se multiplican en su infinita diversidad y el hombre juzga con la bendición de la cruz, la medialuna o la estrella de David. Esa es la genealogía del juicio y el castigo, genealogía del poder que sólo puede concebirse como intento fallido del pensamiento humano por controlar el acontecer de las cosas, los seres y los hechos. Los códigos son leídos y aplicados en sus anversos y reversos y la palabra codificada se transforma en instrumento de la “verdad”. Así la justicia es más el resultado de la voluntad y el interés de los hombres, que la emergencia de alguna “verdad” del acontecer.

La ética de las esencias persevera sometida a la ética del poder, con el único auxilio de su potencia dichosa. Las criaturas humanas delinquen porque pueden hacerlo, más allá y por encima del poder de las leyes. Las criaturas humanas matan porque pueden hacerlo, más allá de las condenas que sufre y merece el crimen. Esencia es potencia. El endurecimiento de las penas que llegan a autorizar legalmente al hombre a matar al hombre, no disminuyen en absoluto esa capacidad. El gigantesco poder carcelario de algunos Estados, es más un negocio eficiente que un recurso adecuado para modular la potencia de las conductas humanas.

La ética de las esencias es sistemáticamente desaparecida por la ética del poder, a tal extremo que nos resulta inexistente, más allá de su perseverante acontecer que al ignorarla, nos resulta paradójico. En ese ocultamiento y desaparición se juega la genealogía del poder humano mismo. No hay poder suficiente para doblegar la potencia de las criaturas, porque ésta surge de su esencia y aquel de una presunta razón. La razón humana apropiada de la “verdad”, crea y cría un acontecer paradójico, que es demolido por la imaginación misma, consolidada en nueva razón.

La potencia de la “verdad”, de alguna “verdad” o de cualquier “verdad”, radica en el eco que produce en el intelecto común, porque no es patrimonio de ningún texto, código ni autor, sino potencia común del entendimiento humano. Censurada aquí, nacerá más allá, una y mil veces, aunque pueda resultar más inverosímil que la mentira misma.

Esencialmente hay una sola ética, aquella que atiende a las necesidades o compulsiones de sus criaturas, que conoce y comprende las causas eficientes de las cosas, los seres y los hechos y lejos de juzgarlas para condenarlas, las juzga para comprenderlas y asistirlas. Que no se asombra de ninguna capacidad humana, en tanto las comprende a todas y no les teme porque es capaz y eficiente en subsanarlas. Una ética para la cual ni el “bien” ni el “mal” existen en sí mismos, sino como la expresión de un tránsito dichoso o desdichado del que son una sola y la misma clara explicación.

Una ética que considera al “castigo” una expresión inevitable de impotencia y que jamás lo vincula a un acto de “justicia”. Que no busca la “verdad”, ubicua y extranjera, sino la causa eficiente y dichosa de las cosas, los seres y los hechos, sean estos calificados de “buenos” o “malos”. Los actos que perjudican a los individuos y a la comunidad, jamás son la expresión de alguna intrínseca “maldad”, si ellos acontecen no están asistidos por menos “verdad” que aquellos actos que los benefician y que atribuimos puerilmente a alguna intrínseca “bondad”.

“Bondad” y “maldad”, como “amor” y “odio”, son expresiones de una misma cosa, la pasión humana, calificados de modo diferente y opuesto. Ninguna “verdad” expresan los opuestos, si ésta existe realmente se explica en un tránsito que aborrece de toda fijeza y determinación. El amor intelectual, la inteligencia dotada de sabiduría, no “ama” ni “odia”, no es “bueno” ni “malo”, sólo comprende y compadece, porque conoce los resortes de la pasión humana, alejados definitivamente de toda voluntad o libre arbitrio.

¿Qué hacemos los seres humanos con esta ética esencial?

Lejos de ignorarla, la intuimos, porque la intuición es el modo adecuado de su conocimiento. Ese conocimiento intuitivo dotado de precisión spinociana y que subvierte la consagrada precisión cartesiana, es despreciado por la ciencia, por casi toda la filosofía y por la política, a pesar de ser su regente. Relegado a una “metafísica de garaje” es el sustrato mismo de la teología, sometido a la imaginación humana es materia maleable de dioses y de Dios, versiones últimas a las que apela el poder humano para asfixiar imaginativamente la potencia de la multitud.

No quiero decir con esto que no hay un Dios, quiero decir que ese Dios es tan distante del que hemos construido, como la “verdad” dista del pensamiento humano y como distante es la esencia dichosa de las criaturas de los avatares de sus existencias.



“Adecuado” e “inadecuado”, derivan de “ecuación”, que significa “igualdad”. Los conceptos que el pensamiento humano ubica en los términos de esa igualdad configuran lo adecuado o inadecuado, es decir, la verdad o falsedad de la ecuación. El derecho natural clásico, desde Platón y Aristóteles hasta Santo Tomás y nuestros días, decreta: “esencia del hombre = animal racional”. Hobbes primero y Spinoza después, demuelen los términos de esta ecuación y proclaman: “esencia del hombre = potencia del hombre”, la esencia del hombre es todo aquello que él puede en su existencia. Modulando la existencia humana se regula la potencia de los hombres. Como la potencia de los seres humanos, como la de cualquier otra criatura o creación, es esencialmente dicha y apetito de dicha, sólo puede regularse con tristezas y desdicha existencial.

El conocimiento intuitivo es el producto final de una ética esencial, aquella que reconoce y comprende la dicha esencial de toda criatura, que libre de toda ignorancia y prejuicio atiende a las causas eficientes del acontecer de las cosas, los seres y los hechos, que configuran la única “verdad”. Aquella que comulga en la dicha con todo lo creado y criado. Entonces, “bondad y maldad”, “vicio y virtud”, “pobreza y riqueza”, “carencia y opulencia”, “salud y enfermedad”, “generosidad y avaricia”, “locura y cordura”, “amor y odio”, son solamente el producto de la inadecuación misma, es decir, de la desigualdad. No hay entre ellos más diferencia que la que encierra el tránsito de la “verdad” de un acontecer dichoso o desdichado.

Emprender una “economía de la dicha” implica aborrecer de toda abstracción, de toda separación de las cosas, los seres y los hechos, de sus causas esenciales, eficientes y dichosas. Aborrecer de toda esencial naturaleza que no proclame al apetito de dicha como su motor esencial y que no decrete a la necesidad o compulsión como motor de lo vivo, definitivamente alejada de toda voluntad o libre arbitrio. La pulsión vital es dichosa, la compulsión vital es el apetito de dicha, la necesidad de perseverar en la existencia y la tristeza es el instrumento del poder que promueve la muerte prematura.

Las criaturas humanas perseveran en la dicha porque esa es su necesidad, su compulsión, su naturaleza y cuando la existencia es desdichada apelan a todos los recursos de la imaginación, que no se somete a leyes ni códigos, por fuera de su condición esencial.

El poder en la cultura y su ética perversa, somete y doblega la potencia de las criaturas, el dinero y las finanzas imperan en un orden general de privilegios y disparidad. La comunidad desaparece tajeada por la inequidad y aborreciendo de “lo común” fragmenta a la multitud. Como la neurosis, que consume en un inusitado despilfarro la energía vital individual, las políticas perversas gastan mucho más de lo que tienen en sembrar la desdicha colectiva. Una economía neurótica que sólo se revierte con el sano y ahorrativo recurso de sembrar la dicha “común”. Si hay perversión en los individuos, hay políticas perversas de las que son producto, exceptuando los poco frecuentes casos de perversiones de origen biológico, que resultan para nuestro común entendimiento, un misterio y sólo son la excepción que justifica la regla.

Aquello que no supo ver Hobbes y que expresó claramente Spinoza, es que la potencia del hombre como clara expresión de su esencia, no es otra cosa que apetito de dicha, expresión del deseo, tendencia a perseverar en la existencia, que alejados de toda voluntad y libre arbitrio, configuran su única libertad. El apetito de dicha surge de la dicha innata, de la composición dichosa por la cual somos echados a la existencia, que como condición esencial de la concepción, persevera inmanente en lo concebido y existente.

Alimentar la dicha de las criaturas es “domesticarlas”, “familiarizarlas”, hacerlas familia en su verdadera acepción, “conjunto de criados y crianzas”, que comulgando en la dicha no necesiten competir por ella. Hay recursos sobrantes en el mundo para que todas las criaturas sean dichosas, para brindar a cada una la dicha que necesita, todo argumento que lo niegue trabaja para sostener el actual estado de cosas. Los recursos necesarios son muy menores que aquellos que el poder en la cultura invierte actualmente para sostener la inequidad, la desigualdad, la inadecuación y la desdicha.

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