martes, 8 de marzo de 2011
ECONOMÍA DE LA DICHA IV
De la dicha venimos y hacia la dicha vamos, inmersos en un tránsito al que llamamos “duración”, “existencia”, “realidad” o “perfección”, términos que Spinoza define claramente en Ética II, proposiciones V y VI.
El pasaje de la esencia a la existencia es un hecho esencialmente dichoso. Es la composición de partes externas y preexistentes en idénticas relaciones características que las de la esencia que expresan, en un modo finito o individuo existente en acto.
La esencia pasa a la existencia, persevera en ella como su “función existencial”, “apetito”, “tendencia”, “conato” o “deseo” y abandona la existencia cuando deja de ser efectuada por las partes externas y existentes que la expresaban. Vuelve entonces al orden infinito y eterno de esencias racionales, al entendimiento infinito absoluto o conjunto infinito absoluto de ideas en Dios, pero no vuelve tal cual salió de Él para existir (“salir”), vuelve efectuada por una existencia en acto, vuelve con un quantum de dicha distinto de aquel con el que pasó a la existencia.
La esencia es individual en tanto expresa un quantum de dicha que le es propio, pero no es un individuo porque ella no implica existencia alguna, más allá de la de la Sustancia Infinita que la constituye necesariamente. La esencia expresa la existencia necesaria de la Sustancia.
La esencia individual tendría una doble determinación. La primera sería aquella que le corresponde como quantum de dicha particular, originaria en el orden de las esencias y que de modo innato pasa a la existencia. La segunda determinación es aquella con la que regresa a la esencia infinita que la constituye necesariamente y a la que pertenece, esta es una determinación existencial que resulta de un cálculo diferencial entre el quantum de dicha esencial y primero con el que pasó a la existencia y los avatares de la existencia misma. De este cálculo diferencial resulta la “derivada temporal” o la “tasa de cambio en el tiempo” que expresó esa esencia individual en el tránsito por la existencia, es decir, su historia existencial.
El “infinito mediato” es el lugar de la expresión de las esencias en la existencia, el “aspecto del universo todo” y el “entendimiento infinito en acto”, son los modos infinitos mediatos de los atributos de la Sustancia, es decir, la expresión existencial de sus esencias infinitas. En él las esencias se expresan tanto en sentido a la existencia como en sentido a las esencias de los Atributos de la Sustancia a los que expresan necesariamente. La vida y la muerte acontecen en el infinito mediato, en tanto lugar de los modos finitos.
El origen de nuestra existencia no está en nuestra esencia (Ética II, Axioma 1), está en causas externas a nosotros mismos y preexistentes que se componen para expresar alguna esencia, y el de éstas causas está en otras causas externas y preexistentes y así hasta el infinito. Nada existente escapa de esta progresión causal al infinito que nos conduce a un “caldo prebiótico” del que surgió todo lo vivo, y de éste a un infinito movimiento y reposo de cuerpos simples de los que surge toda la materia inorgánica. Llegamos entonces al corazón de una estrella, en donde por virtud de ese continuo movimiento y reposo, es decir, por virtud de la esencia de todo lo extenso, tres átomos de helio colisionan al unísono para expresar la esencia del carbono. Llegamos entonces al concepto de esencia; “aquello que puesto pone la cosa y que quitado, la quita” (Ética II, definición 2).
Finalizada la existencia, las esencias individuales, tú esencia, mí esencia o la del carbono, regresan al conjunto infinito de esencias racionales o entendimiento infinito absoluto del que nunca se apartaron realmente, a la esencia infinita de la Sustancia que las constituye necesariamente y a la que le pertenece existir (Ética I, proposición 7).
Hay quienes sostienen que después de la existencia nada queda, porque antes de ella nada hay. Sostener semejante cosa implica atribuir verdad a aquella acepción de la palabra “crear” que hemos descartado por absurda y que decía: “crear es hacer de la nada” (C. y P. Diccionario Crítico Etimológico de la Lengua Castellana e Hispánica). Absurda porque de la nada, nada es.
Hay “algo” anterior a la existencia de todo aquello que es y obra en la Naturaleza toda y ese “algo” es su esencia en un orden infinito de esencias racionales, un orden infinito de “perfecciones” o “realidades” abstractas, separadas de alguna existencia, un orden infinito de potencias que pertenecen a la potencia infinita de la Sustancia a la que le pertenece existir. Y hay también un orden infinito de las existencias, un orden común de la naturaleza, una progresión causal al infinito que es causa de todo lo que es y obra en la naturaleza toda, ambos órdenes funcionan en paralelismo absoluto.
Decir que “crear es hacer de la nada” implica negar la progresión causal al infinito, negar las causas mismas por las cuales las cosas, los seres y los hechos sean aquello que fueren en la Naturaleza Naturalizada, es negar la “infinita o perfectísima satisfacción inmutable que no puede dejar de hacer lo que hace”, o sea, es negar algún entendimiento infinito (Tratado Breve, Capítulo IX, “De la Naturaleza Naturada”, punto 3, página 94.).
Es negar el “entendimiento infinito en acto”, la “infinita mente” infinitamente compleja que configura el saber de toda la humanidad en todos los tiempos y es negar también su límite absoluto que es a la vez la frontera de su expansión, el entendimiento infinito absoluto, la Sustancia Infinita, Naturaleza Naturalizante, o sea, es negar toda idea de Dios o en Dios, es ateísmo puro, pura superstición y ausencia de toda racionalidad, pura imaginación.
Curiosamente, eso es lo que proponen y exponen la mayoría de las religiones occidentales, un Dios que “crea de la nada”, pura contingencia y capricho sobrenatural. Las metafísicas sobrenaturales son concebidas en contra de la Naturaleza misma, su sentido es la manipulación y tergiversación de la Naturaleza, su sometimiento y sujeción a intereses sobrenaturales, intereses que someten toda potencia natural al poder humano. Como tales metafísicas son construcciones humanas, el poder que de ellas emana es un patrimonio de la humanidad y el Dios todopoderoso que crea de la nada no es otra cosa que el hombre mismo, de ahí surge la naturaleza antropomórfica del dios occidental.
LA IDEA DE LA MUERTE EN SPINOZA
Si somos sinceros, debemos decir que al hombre sólo le “pre-ocupa” saber que se va a morir, pero como eso le preocupa pero no le ocupa, construye una gigantesca mitología sobrenatural para conjurar su propio saber, para no ocuparse más de él, con lo que sella y cristaliza su definitiva preocupación, una preocupación relegada (a la religión) que interferirá todas y cada una de sus ocupaciones.
Los conceptos de Spinoza sobre la muerte son vertidos aisladamente en los libros II, III, IV, y V de La Ética, desde la perspectiva “Del origen y la naturaleza de la mente (alma)”, “Del origen y la Naturaleza de los afectos”, “De la servidumbre humana” y “De la potencia del entendimiento”.
En Ética II, las primeras alusiones a la muerte se refieren a las ideas que es capaz de concebir la mente humana sobre la duración de su propio cuerpo. Allí nos dice en la proposición 30 que “De la duración de nuestro cuerpo no podemos tener sino un conocimiento muy inadecuado.” Se refiere a la mente humana como idea de las afecciones de un cuerpo existente en acto (Ética II, proposiciones 11 y 13).
La duración del cuerpo humano y la de cualquier otro cuerpo no depende de su esencia, porque su esencia no es causa de su existencia (Ética II, Axioma 1), ni dependen tampoco de la Naturaleza de Dios concebida en términos absolutos, es decir, de la expresión inmediata y directa de sus Atributos, si así fuera, dada la Sustancia se daría el cuerpo humano, lo que es absurdo. El cuerpo humano depende de la Naturaleza de Dios en tanto modificada, es decir, de sus modos existentes que son la causa de todo lo que existe en la Naturaleza Naturalizada, o sea, del “orden común de la naturaleza” y “de la constitución de las cosas” (Ética II, proposición 30).
No hay en Dios una idea adecuada sobre la duración de aquello que crea, ya que la duración de las criaturas depende del orden común de la naturaleza y de su constitución, es decir, de la Naturaleza Naturalizada y no de la Naturaleza Naturalizante.
Si así no fuera y si Dios tuviera una idea adecuada sobre la duración del cuerpo humano y de los otros cuerpos, éstos no podrían durar ni más ni menos que aquello que Su idea indica y todos sabemos que eso no es así.
La expectativa de vida o de duración de los seres humanos no cesa de variar en su indeterminación desde la existencia del primer ser humano y sus variaciones, en más o en menos, nunca dependieron directamente de Dios sino del “orden común de la Naturaleza Naturalizada”, es decir, del “aspecto del universo todo” que creó las condiciones para la aparición del hombre y del “entendimiento infinito en acto”, la “infinita mente” infinitamente compleja de toda la humanidad en todos los tiempos, que avanza sobre el conocimiento del orden común de la naturaleza toda y el conocimiento de la constitución de los cuerpos. Esto le permitió al hombre reparar los daños del cuerpo humano y de otros cuerpos y prolongar su duración, o dañarlos adrede y reducirla.
Toda referencia directa a Dios en relación a la muerte de sus criaturas carece de sentido o, mejor dicho, tiene el perverso sentido de ocultar nuestra propia ignorancia o nuestra directa responsabilidad sobre sus causas.
“Dios nos trae y Dios nos lleva” suele decir el vulgo, pero no es Dios precisamente quien fija las expectativas de vida en Haití, ni en Alemania, ellas dependen del orden común de la naturaleza humana, de aquello que los hombres hemos hecho con la naturaleza.
Así como Dios no elige lo que crea y hace con lo que hay aquello más perfecto, tampoco determina duración alguna. Las cosas, los seres y los hechos no duran, ni más ni menos, por “voluntad” de Dios, sino por el orden común de la naturaleza toda, que hoy en día significa, más que nunca, el orden común de la naturaleza humana.
Tal como no hay en Dios idea adecuada alguna sobre la duración de sus criaturas, no puede haber en ellas idea adecuada alguna sobre su propia duración. Si hay en los seres humanos ideas sumamente inadecuadas al respecto, porque a poco de comenzada la existencia humana, la muerte acontece en nuestro entorno.
En el devenir concreto de nuestra existencia, la muerte acontece ante nosotros y ese acontecer es causa externa de una afección corporal que en tanto tal, implica una idea en nuestra mente. Esa idea, por lo antes expuesto, es forzosamente inadecuada, o sea, confusa, no implica el conocimiento adecuado de la causa de aquello que nos afecta, en este caso, el acontecer de la muerte.
Esta idea inadecuada (idea afección) no acontece en la mente del infante o del niño sino hasta cierta edad. Durante buena parte de nuestra infancia y niñez, la muerte que acontezca en nuestro entorno nada significa, ni siquiera es concebida (recibida) como tal, no existe el concepto, ni el afecto, ni la afección. Algo parecido a una idea o al concepto de una causa externa de afección, sólo aparece en la mente humana cuando, previamente, ella ha establecido un afecto, una idea afección dichosa, es decir, una noción común en naturaleza entre la naturaleza de un cuerpo externo y la propia, o sea, alguna idea de semejante o de semejanza, todo concepto es, esencialmente, un afecto.
Con el acceso a las “nociones comunes” o ideas de relación (segundo género de la existencia), el mundo que nos rodea o la vida misma ingresa a nuestra mente y con ese ingreso aparecerá, más tarde o más temprano, alguna idea de la muerte. Esta idea aparece sólo frente a la muerte de un semejante por virtud de una noción común en naturaleza, por eso nos afecta y es sentida de algún modo como propia. Esto nos puede hacer pensar que a aquellos seres humanos que no han tenido en su infancia y su niñez suficientes afecciones dichosas como para establecer nociones comunes o alguna idea de semejante, no puede exigírseles idea, concepto o afecto alguno sobre la muerte, ni propia ni ajena.
Esta idea de la muerte es forzosamente inadecuada (por la proposición 30 de Ética II), una pura afección triste que disminuye nuestra potencia de existir y que nuestra mente aborrece padecer (Ética III, proposición 13, corolario.) y la obliga a apelar a la imaginación como único recurso existente para concebir una idea que aplaque la tristeza y la angustia de la pérdida amorosa, “La mente se esfuerza cuanto puede, por imaginar las cosas que aumentan o favorecen la potencia de obrar del cuerpo.” (Ética III, proposición 12).
Entonces el ser querido, aquel con el que se había establecido una noción común en naturaleza, es decir, una pasión amorosa, sea un familiar, un conocido o una mascota, ha ido a un “cielo paradisíaco” en donde “vive feliz con Dios”. Es absolutamente comprensible que esta idea imaginaria surja en la mente infantil o sea promovida en ella por nuestra cultura como recurso necesario para aplacar la angustia. Podríamos discutir en extenso si el recurso imaginativo que nuestra cultura promueve en la mente infantil es el más adecuado o si no habría otros que cumplan mejor su cometido. Pero aquello que no es en absoluto comprensible es que esa misma idea; inadecuada, imaginaria e infantil, persevere en la mente del adulto hasta el momento preciso de su propia muerte.
A partir de allí, la idea inadecuada es sostenida culturalmente como “idea de la inmortalidad del alma” y esa alma no es otra cosa que la propia mente con todas sus peculiaridades, que incluye, como no podría ser de otro modo, al propio cuerpo del que es idea, que se trasladaría al “paraíso” llevado por la misma mente. Esta confusión entre “mente” y “alma” tiene consecuencias nefastas y se hace patente en las traducciones de la Ética en donde la palabra “mens” (mente) es traducida como “ánima” (alma) (ver “El problema de la palabra “alma” en las traducciones de la Ética), como un recurso cultural de confusión. Es el poder de la cultura humana quien siembra confusión allí donde hay claridad y distinción. Si sólo se tratara de “cielos paradisíacos” no estaríamos tan lejos de la verdad, pero sucede que junto con el “paraíso”, acontece el “infierno” y de ambos dos devienen “la culpa” y “el castigo”, los conceptos más atroces concebidos por el poder humano.
Es tan poderoso el afecto de alegría que produce la idea imaginaria de la inmortalidad de la propia mente (alma) y con ella la del propio cuerpo, que nos aferramos a ella de manera permanente, de tal suerte que obstaculiza o impide toda otra idea al respecto. Un afecto de alegría no puede ser cambiado sino por otro afecto de alegría de mayor intensidad (Ética IV, proposición 7 y proposición 1, Escolio). Las ideas cuya causa suponemos es libre, es decir, las ideas imaginadas, tienen un afecto mayor que aquellas cuyas causas son necesarias (compelidas) o contingentes (voluntarias) (Ética V, proposición 5).
El problema de la idea imaginaria es que carece de otra idea que excluya aquello que imagina como presente (Ética II, proposición 17, Escolio), la mente que imagina es esclava de su imaginación, cosa que no le sucede a la idea razonable que, siempre que esté libre de prejuicios, permanece abierta a toda idea nueva que la excluya. Siempre hay en la mente razonable una idea última en forma de pregunta abierta a una nueva respuesta, nuestra mente es esencialmente esa última pregunta.
Esta idea infantil, inadecuada e imaginaria, nos entretiene en vida con la enorme fuerza de su afecto. Las ideas cuya causa se supone libre, es decir, cuya causa no es necesaria (compelida), ni contingente (voluntaria), o sea, las ideas imaginadas, tienen para la mente humana un afecto mucho mayor que las otras. Concebir (recibir) la idea de la muerte como necesaria implica comprender el “orden común de la naturaleza toda” y la “constitución de las cosas”, es decir, implica las nociones comunes más universales que son las más difíciles de formar y las menos útiles para nuestra concreta subsistencia, o sea, implica el pleno ejercicio del segundo género de la existencia, la plena capacidad de razón que, en general, le está vedado a la mayoría de las personas, no por una natural impotencia individual, sino, por una artificial imposición cultural. Nos resulta mucho más fácil, por el afecto de dicha que nos brinda nuestra propia imaginación y por la férrea promoción cultural, concebir la idea de la muerte como contingente, es decir, como el producto de una voluntad “divina” o “diabólica”.
La primera alusión directa a la muerte aparece en Ética IV, proposición 39, escolio, referida a la muerte del cuerpo. “Entiendo que la muerte del cuerpo sobreviene cuando sus partes quedan dispuestas de tal manera que alteran la relación de reposo y movimiento que hay en ellas.”, es decir, que el cuerpo muere cuando sus infinitas partes alteran las relaciones características de movimiento y reposo que le son propias, deviniendo en otra cosa, o sea, un cadáver. Se refiere exclusivamente a la expresión del atributo “extensión”.
Ahora bien, las infinitas partes externas que componen el cuerpo humano y gracias a las cuales se da su existencia, no hacen otra cosa en todo momento y en todo lugar que coincidir y expresar las relaciones características de su propia esencia individual, aquella que puesta lo puso y que quitada, lo quita. Dicho de otro modo, el cuerpo humano muere cuando las partes externas que lo componen en sus relaciones características de movimiento y reposo, mutan de tal manera que dejan de expresar su esencia individual, para pasar a expresar otra esencia en otra cosa.
La muerte del cuerpo, la muerte de la mente (como idea de ese cuerpo) y la idea de la muerte, son tres cosas diferentes aunque se refieran a un mismo hecho, tan diferentes como distintos e irreductibles son los Atributos de la Sustancia Infinita y ninguna de ellas implica la muerte del “alma” concebida aquí como esencia.
LA MUERTE DEL CUERPO
El cuerpo duele y muere generalmente con dolor, porque no está hecho para ser dañado, ni para sufrir, ni para morir. Es la expresión perseverante de la duración misma, a ella se aferra como lo único conocido y por conocer. Duramos porque tenemos un cuerpo y el cuerpo es de tal naturaleza que se repara permanentemente para seguir durando (Ética II, postulado 4).
Es el resultado de la composición dichosa e infinitamente compleja de partes externas, preexistentes y eternas (partes simples o corpora simplisíssima) en una “res” extensa y compleja que sólo tiende a perseverar en su ser, en su extensión y materialidad. El cuerpo es un autómata vital, hecho para vivir, durar y ser dichoso. La mente, sólo concebida aquí como idea de ese cuerpo existente en acto, padece su dolor y lo acompaña en su pertinaz obstinación, no concibe, es decir, no recibe otra idea que la de su duración indefinida. Sobre la duración del cuerpo humano caben en la mente todas las ideas inadecuadas (Ética II, proposición 30), muy especialmente las de su “inmortalidad”.
Todo cuerpo, por complejo que sea, está compuesto por conjuntos infinitos de partes simples y eternas (corpora simplissísima), que no pueden destruirse por virtud de su propia simplicidad. No pueden dejar de ser lo que son para ser algo más simple, son la simpleza absoluta. Cuando nos hacemos un análisis de sangre, por ejemplo un “ionograma”, estamos midiendo las concentraciones de determinados cuerpos simples; potasio, sodio, cloro, etc., en el tejido sanguíneo. Esa concentración generalmente acotada a valores muy estrictos e ínfimos, no expresa otra cosa que las relaciones características de movimiento y reposo de las partes que nos componen en aquello que es nuestro cuerpo. Cuando las partes simples y eternas que nos componen alteran sus relaciones características de movimiento y reposo más allá de lo tolerable, nuestro cuerpo complejo y extenso deja de ser lo que es para mudar a otra cosa. Pero en general no lo hará sin dolor, ya que el dolor no es otra cosa que la expresión de un daño corporal que el cuerpo mismo esgrime en un intento de reparación. El dolor es una afección corporal que apela a la mente como idea del cuerpo para que implemente algún mecanismo de reparación y protección y la forma más sutil y primera del dolor que advierte sobre un daño corporal es la tristeza misma, aquello que disminuye nuestra potencia de existir. Si desoímos el dolor o lo suprimimos sin oírlo, no duraremos vivos por mucho tiempo.
Desde otro punto de vista, la mente humana como idea de las afecciones de su propio cuerpo, no podría tener idea alguna de la desafección de ese cuerpo, ya que la ausencia de afección del cuerpo no se traduciría en una idea. Pero la mente además de ser las ideas del cuerpo existente en acto o actual, es también las ideas de esas ideas, que se acumulan en ella y la constituyen desde la primera idea afección que padece. Ellas la constituyen y configuran su propia duración en el tiempo, aquello que llamamos memoria y que atesora todos los modos del pensamiento desde que comenzamos a pensar, todas las ideas imaginadas, nuestra completa imaginación, todas las afecciones y afectos, amores, odios, y sus infinitas variantes, así como todos los razonamientos o ideas adecuadas a las que hayamos podido arribar. Esa es toda nuestra mente, infinitamente más compleja que aquella que se expresa en el estado de vigilia y de atención. Esta mente, en tanto memoria, consciente, pre consciente o inconsciente, es capaz de actualizar sus afecciones pretéritas y hacerlas presentes nuevamente. La mente es también imaginación y evocación, un cúmulo de ideas de ideas, una “rumia mental”, que está siempre presente configurando un “cuerpo mental”, inclusive y muy especialmente en el momento de los sueños, mientras el cuerpo físico se encuentra casi totalmente desafectado.
La desafección corporal que se produce en el momento de dormir, lejos de desafectar a la mente, implica la aparición de sus aspectos más profundos, de un cuerpo mental en todo su despliegue y magnitud. Los sueños son expresiones alucinatorias de deseos, es decir, de los aspectos más ligados a nuestra propia esencia, el conato, la tendencia o el apetito, o sea, la aparición de la potencia de existir que pugna por expresarse. Quizás por eso sean tan indispensables para nuestra concreta subsistencia. Podemos pensar que si la muerte es un proceso más o menos lento de desafección corporal, la mente está particularmente presente a medida que el cuerpo se desafecta.
Aquello que somos no es otra cosa que la relación característica de un conjunto infinito de partes simples y eternas que expresan las relaciones características de una esencia, somos modos de una Sustancia Infinita.
En el escolio de la proposición 39 de Ética IV, Spinoza también nos dice que nada le impide afirmar que el cuerpo muere solamente cuando deviene en cadáver, pues a veces sucede que el hombre experimenta tales cambios que difícilmente se diría de él que es el mismo. Cita el ejemplo de la “niñez”, que para un hombre de edad avanzada es de una naturaleza tan distinta a la suya que no podría persuadirse de haber sido niño alguna vez “si no conjeturase acerca de sí mismo por lo que observa en los otros”.
Aquí Spinoza coincide con Heráclito, “nunca nos bañamos en el mismo río, porque el río no es el mismo, pero fundamentalmente porque nosotros nunca somos los mismos.
Las diferencias corporales entre el niño y el adulto o el anciano, implican un cambio en las relaciones características de movimiento y reposo que los componen, de tal suerte que el cuerpo nunca es el mismo, sin prisa pero sin pausa, cambia sus relaciones características en un lento proceso al que llamamos, crecimiento, desarrollo, envejecimiento y que culmina con la muerte.
Estos cambios en las relaciones características de nuestro propio cuerpo que implican un crecimiento, desarrollo y envejecimiento, como no podría ser de otro modo, implican cambios en nuestra mente, como idea de ese cuerpo, según un paralelismo riguroso de los atributos “extensión” y “pensamiento” y ambos cambios no implican ni explican otra cosa que la efectuación de una esencia en la existencia. Por lo tanto, la esencia del infante, el niño, el adolescente, el adulto y el anciano, no son las mismas, algo en ellas ha cambiado por virtud de su afección existencial, a esto llamamos “determinación existencial de la esencia”. Como la oruga que se envuelve para emerger nuevamente, con nuevo cuerpo y con nueva mente, las criaturas nacemos y morimos muchas veces.
La esencia es esencialmente dicha y hay un quantum de dicha esencial que le es propio y que no puede ser disminuido sin que la esencia abandone la existencia, es decir, sin que aquello que nos puso, ahora nos quite. Con ese quantum mínimo de dicha la esencia se expresa en la existencia y aquello que con ella acontezca, ya no es un asunto esencial, sino existencial, dicho de otro modo, no es un asunto de Dios sino de los hombres.
La esencia pasa a la existencia para ser expresada, en tanto ella es esencialmente dicha su expresión es dichosa y su inexpresividad es esencialmente desdicha y tristeza.
LA MUERTE DE LA MENTE
“La mente no puede imaginar nada, ni acordarse de las cosas pretéritas, sino mientras dura el cuerpo.”(Ética V, proposición 21)
La mente como idea de las afecciones del cuerpo existente en acto, no experimenta idea alguna sino mientras dura el cuerpo, finalizada su existencia, la mente como idea de sus afecciones, finaliza con él, no puede imaginar nada, ni recordar cosas pretéritas, ni padecer nada.
Las ideas de las afecciones del propio cuerpo, es decir, las pasiones, cesan absolutamente, pero también cesan, una por una y paulatinamente, las ideas de esas ideas, la memoria, los afectos y todas las formas de pensar que no impliquen ellas mismas eternidad. Todo aquello que denominamos nuestra propia personalidad, nuestra propio “yo”, se desvanece más o menos lentamente. Si sólo hemos sido eso, nada queda de nosotros mismos.
Pero Spinoza nos dice que hay algo de la mente que persiste, que es eterno. En tanto en Dios hay una idea de nuestra esencia individual (Ética V, proposición 22), esa idea es en Él eterna y persevera indistinta en su esencia infinita a la que le pertenece existir. En tanto la mente humana alcanza la idea de su propia esencia, ella misma es eterna, ésta es la mente “sub specie aeternitatis”, idea de la esencia, es decir, del alma.
“La mente humana no puede destruirse absolutamente con el cuerpo, sino que de ella queda algo que es eterno.”(Ética V, proposición 23). Aquello de la mente humana que es eterno (sub specie aeternitatis) es la idea de su propia esencia (alma).
La mente humana alcanza la idea de su propia eternidad cuando alcanza la idea de su propia esencia, de su naturaleza esencial, esencialmente dichosa, eterna y común, que en nada difiere de las esencias de todo aquello que es y obra en la Naturaleza toda, ni de la esencia infinita de Dios, con la que comulga absolutamente y a la que pertenece.
La mente concibe, es decir, recibe la idea de su esencia (alma) y ella es un concepto que es un afecto de absoluta dicha. El concepto de la esencia (alma) implica la infinita satisfacción inmutable tal cual emana del entendimiento infinito de la Sustancia. Es la vivencia de la dicha tal cual es en Dios y tal cual es en toda esencia, como origen y como oriente.
La mente humana se concibe (recibe) a sí misma como afección corporal en el primer género del conocimiento o modo de la existencia en las pasiones y en él es absolutamente finita, desaparece junto a la pasión corporal. Por eso Spinoza afirma en Ética V, proposición 42, “el ignorante aparte de ser zarandeado de muchos modos por las causas exteriores y de no poseer jamás el verdadero contento de ánimo, vive, además, casi inconsciente de sí mismo, de Dios y de las cosas y tan pronto como deja de padecer, deja también de ser.”
La mente humana se concibe a sí misma como relación corporal en el segundo género del conocimiento o modo de la existencia en el razonamiento, por las nociones comunes en naturaleza, en el cual puede alcanzar cierto grado de eternidad, el del entendimiento infinito en acto, la “infinita mente” infinitamente compleja de la humanidad toda en todos los tiempos. Este es un cierto grado de eternidad, el que le corresponde al pensamiento humano todo.
La mente se concibe a sí misma como idea de su propia esencia (alma) en el tercer género del conocimiento o modo de la existencia en las esencias. A partir de allí puede concebir las esencias de todo lo que es y obra en la Naturaleza toda y la esencia misma de la Naturaleza Naturalizante, Sustancia Infinita o Dios. Todas estas ideas son en el modo eternidad y cuantas más conciba la mente humana de este modo, más grande es la parte de ella misma que es eterna. La idea de la esencia es la idea de la dicha esencial, esencialmente común y dichosa e implica la virtud de la sabiduría que no es otra cosa que la buena vida dichosa, “La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma. (Ética V, proposición 42).
No se trata ya de conocimientos adecuados y razonables que nos llevan a otros conocimientos adecuados y razonables y estos a otros, en una progresión al infinito que implica todos los conocimientos de la humanidad toda en todos los tiempos (entendimiento infinito en acto). Se trata aquí, en el tercer modo de la existencia, de un conocimiento absoluto, que implica tanto a la propia esencia, como a la esencia de todas las cosas y a la esencia misma de Dios, que convienen absolutamente entre sí.
Se trata de hacer consciente aquello que es innato y por ende ignorado. La dicha esencial del origen es entonces dicha esencial en acto que atraviesa la existencia como una infinita satisfacción inmutable o “beatitud”, que en nada teme a la muerte porque ella misma es eterna. “El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.” (Ética IV, proposición 67).
Cuando la mente concibe, es decir, recibe, una idea eterna, ella misma se hace eterna, en tanto la mente no es otra cosa que un cúmulo de ideas y las ideas que en ella son eternas, la hacen por esa sola virtud, eterna. La mente es pasión en el primer modo de la existencia, es razonamiento y afectos adecuados o dichosos en el segundo modo de la existencia y es infinita satisfacción inmutable o dicha infinita en el tercer modo de la existencia, sabiduría o beatitud.
(Próxima entrega: “El Proceso de Morir”)
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