martes, 9 de noviembre de 2010

ECONOMIA DE LA DICHA (I)





¿Por qué decimos que hay esencias que se expresan en la composición y complejidad de las existencias?
Porque la existencia, desde sus formas más simples como el helio o el hidrógeno, hasta sus formas más complejas, como el cerebro humano, no es aleatoria, es decir, no existe cualquier cosa de cualquier modo. Sólo existen aquellas cosas que expresan un orden infinito de perfecciones esencial, por lo menos hasta donde nuestro mundo nos lo demuestra. Sólo existen aquellas cosas que pueden ser esencialmente dichosas en nuestro mundo.
Existir no es otra cosa que poder alcanzar la dicha de la existencia, y perseverar en la existencia no es otra cosa que ser dichosos. En nuestro mundo esa dicha está hoy determinada por una infinidad de causas externas y existentes, distintas de las que hubo ayer y probablemente muy diferentes de las que habrá mañana.
Hay un quantum de dicha indispensable para que una esencia determinada pase a la existencia. Ese quantum de dicha se alcanza cuando partes externas y existentes se componen en idénticas relaciones características que las de la esencia que expresan. La dicha es composición, el pasaje de la esencia a la existencia es una composición dichosa o comunión entre partes externas preexistentes que expresan una esencia.
Hay también un quantum de dicha necesario para que una esencia persevere en la existencia, es decir, dure en un modo finito o criatura. Ese quantum de dicha es el producto de un cálculo diferencial (Leibniz) entre la potencia de su esencia dichosa comparada con la potencia de las causas externas y existentes que la afectan y determinan en su expresión, es decir, que la expresan o reprimen. El modo existencial de la esencia persevera en la existencia según un cálculo diferencial entre su propia esencia dichosa y las dichas o desdichas que la afectan en la existencia y que surgen de la confrontación con otras existencias.
La composición es dicha y la descomposición es desdicha, esto es así tanto para las formas más elementales de la materia como para las formas más sofisticadas y complejas de la vida.
Las estrellas son hornos gigantescos en los que se fragua la materia, todos aquellos cuerpos simples que nos componen en nuestras complejidades provienen de ellas y siguiendo un infinito orden de perfecciones dan origen a todo aquello que es y obra en el universo todo y en nuestro finito mundo. Helio, hidrógeno y polvo interestelar forman la mayor parte de las nebulosas, que dan origen a todo lo que es y obra en el universo todo.
Cada uno de nosotros somos criaturas de enorme complejidad en las que se repara cotidianamente la descomposición que implica la propia existencia (Ética II, postulado IV), la propia exposición a las infinitas afecciones de causa externa y existentes que nos afectan y determinan cotidianamente. Estas afecciones son sólo de dos tipos; alegrías y tristezas, frente al deseo que expresa nuestra propia potencia de existir. Las tristezas descomponen y dañan, las alegrías componen y reparan.
Si la descomposición dañina supera a la composición reparadora, las relaciones características (de movimiento y reposo) que nos son propias por coincidir con las de nuestra esencia dichosa, se alteran y nos transformamos más o menos paulatinamente en otra cosa que expresa cada vez menos a nuestra esencia dichosa, al ser que nuestra esencia pone en la existencia.
Si la composición reparadora (alegría, dicha) supera a la descomposición dañina (tristeza, desdicha), las relaciones características que nos son propias por coincidir con las de nuestra esencia dichosa, se fortalecen y perseveran expresando cada vez más absolutamente a nuestra esencia dichosa, al ser que nuestra esencia pone en la existencia. Igualmente, siempre nos transformamos más o menos paulatinamente en otra cosa.
Siguiendo a Heráclito, nunca somos los mismos, ni siquiera y muy especialmente en nuestros pensamientos. El asunto es si nos componemos en la dicha reparadora siendo cada vez más complejos, durables, reales y perfectos o si nos descomponemos en la desdicha siendo cada vez menos complejos, durables, reales y perfectos. Ese es el nudo de la cuestión existencial.
En el libro II de La Ética, definición II, Spinoza nos dice: “La esencia es aquello que puesto, pone la cosa y que quitado la quita.”
La esencia es la potencialidad de la cosa (no confundir con “posibilidad”), es su quantum o grado de potencia y esa potencia como universo individual de la cosa misma, implica un máximo y un mínimo. ¿Un máximo y un mínimo de qué?, de expresión de la dicha esencial en la existencia.
El mínimo de expresión de la dicha esencial en la existencia es la condición necesaria y suficiente para existir, o sea, la composición (dicha) de infinidad de partes de causa externa y existentes, en idénticas relaciones características (de movimiento y reposo) que las de la esencia que expresan.
Dos átomos de helio en el núcleo de una estrella, se repelen constantemente por su propia naturaleza, hasta que por virtud de su continuo movimiento y reposo, es decir, por virtud de la esencia de todo lo extenso, tres átomos de helio colisionan al unísono, esa es la condición necesaria para la expresión de la esencia del carbono. La expresión de la dicha esencial del carbono depende de la reunión instantánea de tres átomos de helio en el núcleo de una estrella. El carbono es por virtud de la reunión de cuerpos externos a él mismo y preexistentes en idénticas relaciones características (de movimiento y reposo) que las de la esencia que expresa.
Si no existiera la potencia de la esencia del carbono, es decir, su idea en Dios o en el orden infinito de esencias racionales (entendimiento infinito absoluto), los átomos de helio podrían colisionar de a tres unidades infinitas veces sin que eso compusiera nada más que helio en movimiento.
El máximo de la expresión esencial en la existencia es un proceso de composición y complejidad creciente (individuación) que expresa esencias cada vez más compuestas y complejas hasta alcanzar su máxima expresión existencial, es decir, la Naturaleza Naturalizada, de acuerdo a un orden infinito de perfecciones que corresponde a la esencia absoluta e infinita de Dios (Ética II, lema VII, escolio).
“A la naturaleza de la Sustancia le pertenece existir” (Ética I, proposición VII). Ella no elige aquello en lo que existe, hace con lo que hay lo más perfecto, siguiendo un infinito orden de perfecciones que es su propia esencia infinita.
Las matemáticas tienen algún sentido porque existe un infinito orden de perfecciones que ellas interpretan abstractamente. Ellas son la constatación misma de la existencia de ese infinito orden de esencias racionales, sin el cual, todo cálculo, toda ecuación matemática, se desharía en el sinsentido.
La dicha del carbono se expresa por la reunión de tres átomos de helio, pero la dicha o esencia del carbono no es la dicha o esencia de la Sustancia Infinita, si así fuera, a la naturaleza del carbono le correspondería existir, es decir, el carbono existiría por causa de sí y eso es absurdo.
El helio existe porque a la naturaleza de la Sustancia le pertenece existir, no porque a la naturaleza del helio le pertenezca existir; el carbono existe porque a la naturaleza de la Sustancia le pertenece existir, no porque a la naturaleza del carbono le pertenezca existir y así hasta el infinito.
La esencia del carbono existe en la esencia infinita de la Sustancia, en su infinito orden de esencias racionales o intelecto infinito absoluto, su idea es en Dios y porque es en Dios, es en la existencia. El carbono es en la existencia porque Dios tiene también la idea de la esencia del helio, es causa de la existencia del helio, que es a su vez, la causa de la existencia del carbono (Ética II, proposición IX).
Las cosas, los seres y los hechos, no son porque Dios o la Sustancia sea infinito, no son porque sean en Él que los pone o los quita a su antojo y voluntad, sino porque Dios o la Sustancia Infinita, tiene la idea de la causa adecuada y eficiente de todas las cosas y teniendo la idea de la causa de todas las cosas, las cosas son en Él y en la existencia, no por voluntad o contingencia sino por necesidad o compulsión de su causa eficiente, en Dios, entender y obrar son una y la misma cosa.
Dios no elije aquello que crea, hace con lo que hay lo más perfecto, siguiendo un orden infinito de perfecciones que es su propia esencia infinita o naturaleza, un infinito orden de esencias racionales e impersonales que las matemáticas expresan abstractamente.
En Ética II, proposición X, escolio, Spinoza nos dice; “no he dicho que Dios “pertenezca” a la esencia de una cosa singular, si así fuera, las cosas singulares podrían ser por causa de sí, he dicho en cambio, que Dios “constituye necesariamente” la esencia de las cosas singulares”, en tanto Él es un orden infinito de perfecciones, un orden infinito de esencias racionales que son la causa eficiente de todo aquello que es y obra en la naturaleza toda.
Esencia y existencia tienen algo en común, algo en lo que son una y la misma cosa y fuera de lo cual son cosas diferentes. Esencia y existencia comulgan en la dicha que las compone y expresa y difieren en la desdicha que las descompone, abstrae o separa. La ecuación que expresa toda adecuación es “esencia = existencia” y la ecuación que expresa toda inadecuación es “esencia ≠ existencia”. Las existencias abstractas, separadas de su esencia, son por causa de la desdicha, son existencias que no expresan su esencia dichosa, que no expresan aquella cosa que son y que no pueden componerse con nada, en tanto toda composición es expresión esencial y dichosa.

La individuación de la esencia y su potencia infinita.

La esencia es individual en el sentido que expresa un quantum o grado de potencia que le es propio, pero no es un individuo en el sentido que ella misma no expresa existencia alguna. Las cosas y los seres no son por causa de su esencia, son por la composición de causas externas a ellos mismos y preexistentes.
Así como a cada esencia, por pequeño que sea su quantum o grado de potencia, corresponden siempre conjuntos infinitos de partes externas y existentes, compuestos en idénticas relaciones características que las de la esencia que expresan. A cada individuo existente en acto corresponde una esencia que es efectuada por él, pero que no se agota con él, ni en él. Si así fuera, la desaparición de un individuo implicaría la desaparición de todos, en tanto “la esencia es aquello que pone la cosa y que quitado, la quita.”.
La efectuación de una esencia en la existencia produce un individuo existente en acto, pero no agota la potencialidad de esa esencia para ser efectuada infinitas veces más. La esencia es individual y también es infinita porque no pertenece a ninguna cosa singular, sino que las constituye necesariamente.
La esencia de “Pedro” es efectuada por Pedro mientras él existe, pero puede ser efectuada igualmente, de manera diferente, por infinitos “Pedros”, antes, durante o después de la existencia de Pedro, infinitos Pedros que podrán llamarse, Juan, Pablo o María. La esencia de Pedro no pertenece a Pedro mientras él existe, constituye necesariamente su esencia mientras él existe, pudiendo constituir la esencia de Pablo, Juan o María, antes, durante o después de la existencia de Pedro.
Si la esencia de Pedro perteneciera a Pedro, éste sería por causa de sí, lo que es absurdo. Las esencias pertenecen a la Sustancia Infinita y la Sustancia “no constituye la forma de las criaturas” (Ética II, proposición X) y ningún individuo agota la potencialidad existente de la Sustancia. Las esencias a pesar de ser individuales son infinitas y eternas.
El orden de las esencias es el orden de las ideas racionales, impersonales e infinitas tal cual son en Dios y en Él convienen todas entre sí. El orden de las existencias depende de infinitas causas externas y existentes que lo afectan de dichas y desdichas, expresando o reprimiendo la esencia dichosa. Su resultado es un cálculo diferencial del que surge la derivada temporal, la tasa de cambio en el tiempo o duración individual, siempre distinta para cada individuo.
Cuando alcanzamos la idea adecuada de Dios, que no es otra cosa que la idea adecuada del infinito orden de perfecciones o esencias racionales que constituyen su esencia infinita (entendimiento infinito absoluto), podemos comprender el orden de las existencias bajo la especie de la eternidad (entendimiento infinito en acto), es decir, de tal modo que comprendemos las esencias de todo lo que existe, o sea, aquello por lo cual todo conviene con todo en su dicha esencial y, al mismo tiempo, todo diverge con todo en su orden existencial.
Padecemos porque somos parte de la Naturaleza Naturalizada, que no se concibe por sí y necesita de las otras partes (Ética IV, proposición II), si accedemos a la idea de la Naturaleza Naturalizante (Dios o la Sustancia Infinita), no dejamos por ello de padecer pero logramos comprender el orden de las esencias en el cual todos compartimos la misma dicha esencial e infinita. Todos somos expresiones diferentes de una misma dicha esencial e infinita.
La composición a nivel existencial es transitoria y temporaria, dura, está sujeta al orden de los encuentros y las relaciones, aquello que hoy me compone, mañana puede descomponerme. La composición a nivel esencial es absoluta y eterna, porque se refiere a aquello que es esencialmente común a todo lo que existe, que es tanto en la parte como en el todo, es decir, la esencia dichosa.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Dios


Dios no elige lo que crea, hace con lo que hay aquello más perfecto, en tanto Él es un infinito orden de perfecciones.

martes, 13 de julio de 2010

TRISTEZA Y PODER




TRISTEZA y PODER.

La tristeza en todas sus formas; ideas tristes, pasiones tristes, acciones tristes o sentimientos tristes, disminuye la potencia de existir, que es potencia de obrar (corporal) y potencia de comprender (mental).
¿Qué es la tristeza y cuál es su esencia?
La tristeza nada es en sí misma porque no hay esencias tristes. La esencia es naturaleza, conato, tendencia o apetito, que al hacerse consciente llamamos “deseo” y el deseo es siempre deseo de dicha o alegría. Las ideas, pasiones, acciones o sentimientos tristes, son una y la misma cosa; aquello que disminuye la potencia de existir, la naturaleza o esencia dichosa.
Como la verdad “es norma de sí y de todo lo falso” (Ética II, proposición XLIII, escolio), la dicha es norma de sí y de todas las desdichas. La causa de lo falso es algo verdadero que se pretende emular con mayor o menor perfección. La causa de toda desdicha es una dicha o alegría, que por error se expresa falazmente, esa falacia es la tristeza.
Detrás de toda desdicha hay una dicha, que no pudo expresarse por un error de facto. Los errores de facto en la existencia son las pasiones tristes, que disminuyen la potencia de existir –potencia de obrar y comprender- y cuyo origen es siempre la ignorancia de las causas y su expresión en el acontecer es el error.
Los aciertos de facto en la existencia son las pasiones dichosas y, especialmente, las acciones eficientes, que responden al conocimiento adecuado de las causas, a la posesión de la potencia de obrar y comprender y cuya expresión en el acontecer es la acertividad.
No existe la desdicha como origen u oriente, porque nada se compone por su causa, nada es por la desdicha de su ser y no hay en ella ninguna virtud, más allá de la que alimenta al poder en su construcción y crecimiento.
El poder se construye con la desdicha e impotencia ajenas, mientras que la potencia se expresa en una comunidad de potencias. El poder es algo individual y la potencia es algo común o colectivo, algo que todos poseen por derecho esencial o de naturaleza. Hay entre ambos una tensión permanente, la del individuo y la multitud. Esa tensión permanente entre poder y potencia o entre individuo y multitud, es el núcleo de la política, que no es otra cosa que la constancia o el “estar de acuerdo” entre el individuo y la multitud en la Ciudad. La política es el arte de resolver esta tensión por la vía del poder o por la vía de la potencia, es decir, sembrando desdichas o dichas colectivas respectivamente.
La esencia es naturaleza, es potencia de ser, obrar y comprender y siempre se expresa en la existencia, no hay esencias abstractas, es decir, separadas de alguna existencia en acto o actual. La concepción de esencias abstractas, es decir, de naturalezas separadas de alguna existencia concreta, es la raíz de los mitos, de toda la mitología y de las metafísicas sobrenaturales, esencialmente mentiras que la mente humana crea por necesidad o compulsión de su imaginación, que no yerra en tanto imagina, sino que yerra por carecer de una idea que excluya aquello que imagina (Ética II, proposición XVII, escolio), o sea, por no poder evitar creer en la existencia de esencias abstractas.
De igual modo, la existencia expresa la esencia, es su afección en acto y no hay existencias abstractas, es decir, separadas de alguna esencia. No obstante hay modos de existir, de ser y obrar en la existencia, más o menos abstractos, más o menos separados de la esencia. De hecho, los tres géneros del conocimiento de Spinoza, no son otra cosa que la minuciosa descripción de los modos de existir en relación a la esencia; afección de la esencia en el primer género, relación de la esencia en el segundo género y conocimiento de la esencia en el tercer género. Siendo la esencia aquello que se expresa actualmente en la existencia, esa expresión puede implicar un mayor o menor grado de potencia esencial. Cuando la esencia expresa un menor grado de su potencia en la tristeza, la existencia se separa o aleja de la potencia esencial, es decir, se hace más abstracta; lo contrario acontece cuando la esencia expresa o explica un mayor grado de su potencia en la alegría. La tristeza no es otra cosa que inexpresividad esencial y la alegría no es otra cosa que su expresión.
Abstraer algo es separarlo de su causa eficiente. Como el conato, la tendencia o el apetito, que expresan la potencia de existir o tendencia a perseverar en la existencia, es decir, la realidad, duración o perfección (Ética II, definición V y VI), son por causa de la esencia dichosa, cuanto más se separan de ella en la tristeza, más abstractos devienen, más se separan de su causa. Es por eso que en la tristeza no sabemos qué hacer, las causas del ser, obrar y comprender, se separan de nosotros mismos y sólo queremos abandonar ese modo de existir, interrumpir esa duración triste, esa vivencia de imperfección. A la inversa, en la alegría, la esencia expresa en la existencia una potencia mayor y tendemos a perseverar en ella, nuestra causa de ser y obrar se hace más potente y nos sentimos más perfectos, durables y reales. –
La tristeza es el modo más abstracto de la existencia porque es el modo de expresión menos potente de la propia esencia o naturaleza, en el que ésta expresa su menor perfección, es decir, su menor potencia o realidad, configurando la ecuación que expresa la inadecuación misma; “existencia ≠ esencia”.
La dicha o alegría es el modo menos abstracto de la existencia porque es el modo de expresión más potente de la esencia, su modo más real y perfecto, configurando la ecuación que es la adecuación misma; “existencia = esencia”.
Siempre es la esencia aquello que se expresa, la existencia es esencia en acto. En la medida de la expresión de nuestra causa, esencia o naturaleza, somos dichosos y en la medida de su inexpresividad somos desdichados, en igual sentido somos más o menos abstractos, más o menos perfectos y reales. Cada criatura es tan perfecta como lo permite la expresión de su esencia en la existencia. Como todo aquello que es por una causa externa debe a esa causa toda su perfección (Ética I, proposición XI, escolio.), acercarnos o alejarnos de esa causa externa que expresa aquello que somos implica toda nuestra perfección o toda nuestra imperfección.


Poder y Potencia.

Sembrar desdicha o tristeza es la manera de cosechar poder propia de los seres humanos impotentes. El poder nada tiene que ver con la potencia que expresa la propia naturaleza o esencia dichosas, es su contracara o antípoda.
No estamos hablando de la potencia dichosa que despliega todas las capacidades en pos de su expresión, eso sería una criatura libre que actúa con plena capacidad de su potencia de obrar y comprender. Estamos hablando de seres desdichados, sometidos a pasiones tristes y por ende impotentes, que necesitan o están compelidos a sembrar desdicha, o sea, sometimiento y sumisión, no por alguna intrínseca “maldad”, que no haya sitio en ninguna esencia, sino porque necesitan de abundantes acciones colectivas, causas externas, orientadas en su propio beneficio para compensar su impotencia individual, que lejos de mitigarse se transforma en poder. El poder es una forma de la impotencia.
Cuantas más cosas puede un cuerpo por sí mismo, menos padece, más potente es y menos necesita del poder, propio o ajeno. Cuantas menos cosas puede un cuerpo por sí mismo, más padece, más impotente es y más tiende al poder, propio o ajeno.
La intensidad y duración de nuestra vida no se mide por nuestra propia esencia o potencia de existir, sino por su confrontación con las infinitas potencias externas y existentes comparadas con la nuestra (Ética IV, proposición V). Es un cálculo diferencial entre potencias de existir, esencias o naturalezas, del que surge la “derivada” temporal, la “tasa de cambio en el tiempo” o el “flujo” de la existencia.
A mayor expresión de la propia esencia, es decir, a mayor potencia esencial expresada en la existencia como capacidad de perseverar o potencia de existir, mayor será la acertividad vital de la existencia y en el transcurso de la vida podremos hacer frente a infinitas y variadas causas externas, teniendo siempre en cuenta que habrá potencias externas mayores a la nuestra que pueden destruirnos (Ética IV, proposición III), ésta es la posesión plena de la potencia de obrar y comprender, única garantía de una existencia dichosa o una vida buena.
A menor expresión de la propia esencia dichosa, es decir, a menor capacidad de perseverar en la existencia o potencia de existir, menor será la acertividad vital de la existencia y no podremos hacer frente exitosamente a las infinitas y variadas potencias externas que nos afecten en la vida. El miedo, la sumisión y la impotencia, serán las pasiones tristes que rijan la existencia en el error y que induzcan a buscar la alianza con el poder y los poderosos como modo de compensar la propia impotencia, que lejos de conjurarse deviene poder, propio o ajeno.

El tirano y el esclavo.

El tirano y el esclavo, o sea, el poderoso y el impotente, forman una díada indisociable, son las dos caras de una misma moneda, por eso Spinoza combate a ambos dos con igual intensidad.
Sembrar tristeza es el recurso de los sistemas de poder que orientan todas sus acciones a mermar la potencia colectiva de la multitud, único método para perpetuarse.
El tirano y el esclavo son las dos versiones de una misma figura, la de la impotencia, comparten idéntica ignorancia de las causas externas por las que padecen. Como siempre hay una causa externa más potente que puede destruirnos (Ética IV, Axioma.), el tirano es siempre su esclavo, a ella teme y se somete.
El hombre libre a nada teme, ni siquiera a Dios, porque no puede temerse aquello que se ama con amor intelectual, es decir, aquello que se conoce y comprende. Conocer adecuadamente la causa de todo aquello que es y obra en la existencia nos hace libres, es decir, reduce a su mínima expresión las pasiones y el padecimiento, propios de la pasible existencia.

La idea de Dios.

Todo aquello que existe en la naturaleza toda (Naturaleza Naturalizada), es por una causa externa a sí mismo y previamente existente (Ética I, proposición XXVIII), tanto se trate de cosas, como de seres o de hechos. Pero si orientamos el pensamiento a la causa primera, origen y oriente de todo aquello que es y obra en la naturaleza toda, arribamos a aquello primero que es por causa de sí mismo, a la pura potencia de existir fuera de la cual no hay causa externa alguna, ésta es la Sustancia Infinita, que por naturaleza es anterior a sus atributos, afecciones y modificaciones (Ética I, proposición I), la Naturaleza Naturalizante, el infinito absoluto que se expresa en el infinito inmediato (atributos y esencias) y que será causa inmanente y perseverante de y en todas las cosas del infinito mediato, el aspecto del universo todo, los modos finitos o individuos y el entendimiento infinito en acto (intellectus infinitus actu).
Como seres existentes, es decir, producidos por una causa externa a nosotros mismos y preexistente, la concepción o el recibimiento de la idea de una Sustancia absolutamente infinita que es por causa de sí misma y es, a la vez, causa inmanente de todo aquello que es y obra en la naturaleza toda, confronta a nuestro entendimiento con sus propios límites, es decir, confronta al entendimiento humano con el entendimiento infinito, absoluto o divino. Esta confrontación pone en evidencia que el entendimiento humano y el entendimiento infinito o divino, no tienen en común nada más que la asignación de un mismo nombre, como sucede con la palabra “can” asignada a la constelación celeste y la palabra “can” asignada al animal que ladra (Ética I, proposición XVII, escolio).
Precisamente la confrontación con ese límite del entendimiento humano es aquello que patentiza la existencia de un entendimiento infinito, que es sólo pensable para nosotros mismos como límite o frontera absoluta, más allá del cual nada puede pensarse. Es un anonada miento frente aquello que existe más allá de todo aquello que puede ser pensado como existente. Esa confrontación es un milagro (“hecho admirable”) que sólo acontece en la mente humana y no es otra cosa que la idea de Dios, concepto anterior a todo concepto, es decir, anterior al concepto de afección o modificación, por el cual también puede ser concebido o “recibido” (Ética I, definición V). La concepción o el recibimiento directo de Dios no es otra cosa que la imposibilidad de su concepción o recibimiento inmediato, Dios es concebido directamente sólo por la imposibilidad de su concepción inmediata. Su condición ontológicamente anterior a la afección o modificación lo hace inconcebible desde esa misma afección o modificación, es decir, desde el modo finito existente en acto.
A ese anonada miento o imposibilidad de concepción o recibimiento directo de la idea de Dios, sólo está sometido el ser humano, ese sometimiento configura el padecimiento esencial de su entendimiento, que se limita y configura a partir de aquello que no puede concebir. Esta confrontación entre lo pensable y lo impensable agita tanto a la imaginación como a la razón. Ya sea por vía de la imaginación como por vía de la razón, esa confrontación con el límite mismo del pensamiento que configura la idea de Dios, acontece en toda mente humana. Como ontológicamente, la capacidad de imaginar es muy anterior a la capacidad de razonar, es decir, todos los seres humanos imaginamos mientras muy pocos logran pensar adecuadamente, la idea de Dios surge como una construcción de la imaginación mucho antes de poder ser un producto de la razón. Por eso, todos imaginamos a Dios, pero muy pocos pueden conocerlo y comprenderlo.
Dicho de otro modo, la idea de Dios es la única idea adecuada que no es en Dios, por eso Spinoza niega un entendimiento y una voluntad divinos (Ética I, proposición XVII, escolio). En ese extenso escolio de la proposición XVII nos explica que la potencia de obrar y la potencia de comprender son en Dios una y la misma cosa, Dios obra y comprende en un único y mismo acto. No hay en Él una comprensión o entendimiento que muevan al acto de obrar, lo que supondría que Dios comprende mucho más de lo que obra, es decir, que hay cosas que Dios comprende y no obra, lo que repugnaría a su potencia infinita u omnipotencia, ni hay un acto de obrar que motive una comprensión o entendimiento, lo que supondría que Dios puede obrar sin comprender, es decir, que obra más de lo que comprende pudiendo ser causa de error. Ambos mecanismos aquí descriptos son propios del entendimiento humano que promueve la acción tanto por el conocimiento adecuado como por el conocimiento inadecuado de las causas y muchas veces llega a conocer las causas adecuadamente por los errores de sus actos en la experiencia. Nada de esto sucede en Dios que es omnipotente e infalible y cuyo entendimiento infinito no comparte con el humano nada más que el nombre. Dios no elige las cosas que existen, es causa inmanente de su esencia y existencia sin discriminación ni preferencia por ninguna, en tanto a todas comprende, es causa de todas y en todas persevera. Por eso Spinoza afirma que el mundo no pudo haber sido creado en ningún otro orden ni de ninguna otra forma que como ha sido creado (Ética I, proposición XXXIII).
Dios no tiene idea de Sí mismo o, mejor dicho, la idea de Sí mismo no es distinta de las ideas de las esencias de las cosas y de los seres de la naturaleza toda, incluyendo la idea de la esencia o naturaleza de los seres humanos. Como afirma Vidal Peña en su nota al pie número 18, a propósito de la proposición XXXI de Ética I, “el pensamiento en Dios no es autoconsciente, es un orden impersonal de esencias racionales”. Dios no se concibe (recibe) a Sí mismo por fuera de todo aquello que Él es y obra, es decir, por fuera de sus afecciones o modificaciones existentes en acto (citar a P. Macherey y Etienne Balibar), ya que por fuera de Él nada hay que contradiga su naturaleza absoluta, nada hay que oficie de límite o frontera que determine los alcances de su entendimiento absoluto.
Dios se piensa a Sí mismo en las criaturas humanas, la idea de Dios es patrimonio de los hombres y sólo en ese sentido podemos decir que somos Su espejo o reflejo, expresamos a Dios en una idea. No por haber sido creados a Su imagen y semejanza, como sostienen las religiones que reivindican un Dios antropomórfico, sino por ser la más compleja de sus afecciones o modificaciones en la cual el entendimiento llega a concebir/recibir Su idea, que no es otra cosa que la idea de Su entendimiento absoluto, por confusa que esta sea.
La idea de Dios es la más grande de las tres ideas del tercer género del conocimiento, porque incluye a todas las demás y su concepción o recibimiento es un hecho constante en toda mente humana. La mente humana es la única en toda la Naturaleza Naturalizada que accede a la idea de Dios y está obligada a hacerlo con la imaginación mucho antes de poder hacerlo con la razón. Más tarde o más temprano, imaginamos a Dios, porque más tarde o más temprano, ya sea por padecimiento corporal o por amor intelectual, alcanzamos Su idea al alcanzar el límite de nuestro propio entendimiento. La idea de Dios es aquello impensable que cerca, delimita y determina los alcances del pensamiento humano mismo. Si quieres conocer los alcances a los que ha arribado un entendimiento humano determinado, es decir, una persona concreta, pregúntale: ¿Qué es Dios?
El modo geométrico que emplea Spinoza en sus cinco libros de la Ética, es un laberinto de conceptos a través de los cuales nos acorrala, encierra y obliga a asentir que aquello que por nuestra propia naturaleza resulta impensable, es verdad. Spinoza apela al modo geométrico no por vanidad académica, ni por vicio de su propio pensamiento matemático, sino porque es el único inmune a la imaginación.
Ese potente laberinto de conceptos en modo geométrico, no sería en absoluto necesario si no existiera previamente un poderoso laberinto de ideas inadecuadas producto del poder de la imaginación humana, que no yerra en tanto imagina, sino en tanto carece de ideas que excluyan aquello que imagina, o sea, en tanto padece su propia imaginación. Es claramente un duelo entre potencia y poder, potencia del entendimiento y poder de la imaginación.
El poder de la imaginación surge de la necesidad o compulsión de la mente humana por resolver la angustia o el anonada miento (afecciones corporales) frente a aquello que es el límite de su propio entendimiento. Ese límite, cerco o frontera, es el entendimiento infinito que delimita y determina los alcances del entendimiento humano. La idea de Dios que tengamos, sea esta cual fuere, es la expresión del límite que ha alcanzado nuestro propio entendimiento o pensamiento. Poco le importa a Dios que lo pensemos adecuadamente, Dios no necesita pensarse a Sí mismo, ni siquiera a través nuestro, Su entendimiento infinito se encuentra permanentemente en acto, “entendimiento, voluntad y potencia de Dios son todo uno y lo mismo” (Ética I, proposición XVII, escolio). Pensar a Dios es una necesidad o compulsión exclusivamente humana.
Es tan descomunal la potencia del laberinto geométrico spinociano como descomunal es el laberinto imaginativo del poder humano. La mente humana cuando alcanza el desarrollo de toda su complejidad llega indefectiblemente a la idea de Dios, ésta idea de Dios no es producto de creencias, ni de religiones, ni siquiera de culturas o procesos educativos (más allá de que todos ellos la influyen y determinan), es solamente la señal de que la mente humana ha alcanzado su máximo grado de complejidad, arribando al límite mismo de su entendimiento, ese límite o frontera no es otra cosa que la vivencia del entendimiento infinito que en su presencia absoluta delimita todo aquello que es, obra y comprende en la naturaleza toda.
La idea de Dios es producto de la imaginación mucho antes de ser producto de la razón, por eso todos los seres humanos imaginamos a Dios mucho antes de saber qué es y la mayoría de nosotros transitamos la existencia inmersos en creencias imaginativas sin acceder nunca a la sabiduría. Quien regule esas creencias en las multitudes tiene sobre ellas un enorme poder.
La idea de Dios no es otra cosa que la afección mental que surge de la afección corporal (angustia y anonada miento) ante la confrontación con los límites del entendimiento humano, esa frontera o límite separa y une el entendimiento humano con el entendimiento infinito o divino, la absoluta complejidad del universo individual y finito con la absoluta simpleza y eternidad del infinito absoluto.
La idea de Dios es la más importante de las tres ideas del tercer género del conocimiento y no es casual ni vano que Spinoza haya recurrido a esa monumental construcción en modo geométrico para poder enseñárnosla, que se inicia con el libro I, denominado “De Dios” y sus ocho primeras definiciones. Spinoza apunta al corazón mismo del poder de la imaginación humana, para erigir mientras lo demuele su potente construcción racional.
La idea de Dios nos hace libres del poder de la imaginación, nos libera de las ideas que ella produce y es incapaz de excluir. La idea de Dios nos hace libres porque nos aleja definitivamente de toda forma de poder, de todo sometimiento y sumisión, de toda tristeza y padecimiento.
Nunca pensamos a Dios sin prejuicios, sin ideas preconcebidas producto de nuestra imaginación, de nuestra propia afección corporal ante la angustia y el anonada miento que expresan los límites de nuestro propio entendimiento. La idea de Dios está presente en el pensamiento humano tanto en el primero como en el segundo y tercer género del conocimiento y va desde la pura imaginación o superstición hasta el amor intelectual, la sabiduría o beatitud. En nada afectan a Dios las ideas que tengamos de Él, estas ideas sólo expresan los alcances de nuestro propio entendimiento, nuestra mayor o menor capacidad de comprender, que en paralelismo absoluto es capacidad de obrar. En el primer género del conocimiento de Spinoza o género de las afecciones, padecemos a Dios, como padecemos absolutamente todo aquello que es y obra en la naturaleza toda. A partir del segundo género del conocimiento de Spinoza, género de las relaciones, comenzamos a conocer a Dios, a relacionarnos con Él en las nociones comunes, recién en el tercer género del conocimiento de Spinoza, el género de las esencias, amamos a Dios con amor intelectual, es decir, lo conocemos y comprendemos absolutamente. Como todo aquello que es y obra en la naturaleza es por su causa, el conocimiento de la esencia de Dios implica el conocimiento de todas las esencias que se expresan en la naturaleza toda, incluyendo nuestra propia esencia o naturaleza y no habrá causa alguna que nos resulte ignorada o inadecuadamente conocida. El conocimiento adecuado de las causas que son y obran en la naturaleza toda nos hace libres, ¿libres de qué?, de todo padecimiento, sometimiento y sumisión.
Por esta sencilla razón, la idea de Dios es central en todo sistema de poder humano, no hay multitud sin su efecto cohesivo y la política como sistema de armonización entre el individuo y la multitud en la Ciudad, la tiene muy en cuenta. Las religiones como productos de la imaginación humana tienen como único sentido el de someter la potencia de la multitud, es la idea de Dios el recurso fundamental de sometimiento y sumisión. Son construcciones de la imaginación humana que se ocupan minuciosamente de desactivar todo vínculo directo entre la potencia divina y la de sus criaturas, de tal suerte que debemos acudir a los “voceros del templo” para hablar con Dios. Es por eso que la tercera figura que completa el trípode del poder humano en la existencia es la del sacerdote, a esa anodina e impotente figura han reducido la potencia del Cristo.
Todo aquello que los seres humanos piensan, tiene como único sentido ampliar los límites de su propio entendimiento que avanza sobre el entendimiento infinito o absoluto de Dios. Dios es causa de nuestro entendimiento tanto como es causa de nuestra extensión o corporalidad y ambos atributos de Dios se expresan en nosotros de manera absolutamente diferente, aunque ambos expresen la misma cosa, el hecho admirable o el “milagro” de la existencia misma.
Nada escapa de la progresión causal al infinito (Ética I, proposición XXVIII) y esa misma progresión en su conjunto infinito nos interroga sobre su causa única y primera. Esa interrogación sólo cabe en la mente humana, el punto de vista, la mirada o especie en la que acontece la idea de Dios. Mirada o especie que abarca todo lo finito y alcanza su límite en lo infinito y eterno.
Pensar a Dios adecuadamente no alaga a Dios, nada le importa a Él cómo lo pensemos, la virtud de ese pensamiento adecuado es la sabiduría misma, que implica el conocimiento de las causas por las que las cosas y los seres son y obran en la naturaleza toda, eso es la beatitud de la impasibilidad, es decir, la dicha misma o felicidad.
“La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma…” (Ética V, última proposición).

lunes, 15 de marzo de 2010

DICHA O DESDICHA

COMPRENDER O PADECER


Ser afectado por un cuerpo externo no implica tener una idea de su naturaleza, es decir, comprender qué es aquello que nos afecta.
“La idea de una afección cualquiera del cuerpo humano no implica el conocimiento adecuado del cuerpo externo” (E II, prop. XXV), padecer no es comprender.
La idea afección/pasión o el padecimiento del primer género del conocimiento, aparece de hecho por la exposición que implica la propia existencia. “La fuerza con que el hombre persevera en existir es limitada e infinitamente superada por la potencia de las causas externas”, (E IV, prop. III). Esta proposición no es sólo válida para los seres humanos, sino para toda cosa o criatura existente en acto, es propia de la condición de existir.
Vivir es una pasión y el crecimiento y la perseverancia de esa pasión, es decir, la intensidad y duración de nuestra vida, no depende ni se define por la potencia con que nos esforzamos por perseverar en la existencia, o sea, por nuestra propia esencia, sino por la potencia de las infinitas causas externas comparadas con la nuestra (E IV, prop. V). Se trata de un cálculo diferencial entre potencias (Leibniz).
“Padecemos en tanto formamos parte de la Naturaleza que no puede concebirse por sí y sin las otras partes.” (E IV, prop. II). Dependemos absoluta o parcialmente de infinitos cuerpos externos y en tanto dependemos, padecemos.
En el primer género del conocimiento que nos es dado con la existencia misma, sólo podemos padecer, en el sentido de ser afectados por infinitas causas externas de las que no tenemos ninguna idea de su naturaleza.
Las ideas afección/pasión surgen del padecimiento mismo que implica la propia existencia y son de dos tipos; dichosas o desdichadas, según sea la afección corporal de la que provienen. Dicha, frente a todo aquello cuya naturaleza se compone y conviene con la nuestra y desdicha, frente a todo aquello que es contrario a nuestra naturaleza. La tercera opción que sería la indiferencia, queda descartada por la proposición XIII, lema II, de Ética II; “Todos los cuerpos concuerdan en ciertas cosas.”, “…en que implican el concepto de un solo y mismo atributo.” Es decir, todos los cuerpos tienen algo común en naturaleza, aunque más no sea, su pertenencia a un mismo atributo, por lo tanto, todos los cuerpos pueden afectarse entre sí, en tanto la afección surge de aquello que tenemos en común. En realidad no existe nada que pueda sernos absolutamente indiferente, que pueda no afectarnos o no ser afectado por nosotros, la indiferencia en relación a la afección es apenas una ilusión que proviene de nuestra ignorancia. Nada nos es absolutamente indiferente y para nada somos absolutamente indiferentes.
Las afecciones o pasiones dichosas aumentan nuestra potencia de existir, que es potencia de obrar (corporal) y potencia de comprender (mental), nos hacen más reales, durables y perfectos (E II, definiciones V y VI), en tanto expresan o exprimen grados de potencia de nuestra esencia que es esencialmente dicha y persevera en ellas. Las afecciones o pasiones desdichadas inhiben o reprimen nuestra potencia de existir, en tanto no expresan ni exprimen ningún grado de potencia de nuestra propia esencia dichosa, son su inexpresividad y por eso nos hacen menos reales, durables y perfectos. Si la esencia es el ser de la cosa, la dicha de la cosa es la expresión de su ser y la desdicha es su inexpresividad.

LA NOCIÓN COMÚN EN NATURALEZA

El desconocimiento de la naturaleza de las causas externas y con él, el desconocimiento de nuestra propia naturaleza, es aquello que nos hace pasivos, es decir, pasibles de padecimiento. Viceversa, el conocimiento de la naturaleza de las causas externas y con él, el conocimiento de nuestra propia naturaleza, es aquello que nos hace activos, es decir, nos permite alcanzar nuestra potencia de obrar y comprender.
¿En qué consiste nuestra propia naturaleza?, no es otra cosa que nuestra propia esencia, el ser mismo de aquella cosa que somos, sea ésta cual fuere. Nada podemos ser o dejar de ser, más allá de los límites de nuestra propia naturaleza o esencia. Conocer nuestra propia naturaleza es conocer los límites de nuestra existencia, es decir, nuestra potencia de existir o esencia.
¿En qué consiste el conocimiento de la naturaleza de las causas externas?, no es otra cosa que el conocimiento de las esencias de todo aquello que es y obra en la naturaleza, el ser mismo de todas aquellas cosas o criaturas que son y obran en la naturaleza, sean éstas cuales fueren. Conocer la naturaleza de las infinitas causas externas es conocer la esencia de la naturaleza toda, es decir, su potencia de existir.
De la confrontación de estos dos conocimientos depende el crecimiento y la perseverancia, o sea, la intensidad y la duración de nuestra propia existencia, de esa pasión a la que llamamos vida.
¿Cómo se alcanza la noción de la naturaleza de los cuerpos externos y con ella la idea de nuestra propia naturaleza?, no hay otra manera de lograrlo que no sea a través de las nociones comunes en naturaleza.
¿Qué es una noción común en naturaleza?, es una idea o facultad de nuestra mente, en tanto es una cosa pensante, que implica la naturaleza de nuestro cuerpo y a la vez la naturaleza presente de un cuerpo externo (E III, prop. XXVII, demostración).
Una noción común es una idea de comunión en naturaleza, o sea, de comunión en esencias, ya que la naturaleza y la esencia son una y la misma cosa. Siendo la esencia, esencialmente dicha, independientemente de la cosa existente en la que se exprese, la noción común en naturaleza es comunión en la dicha, ya que esencia y dicha es una y la misma cosa. La noción común en naturaleza no es otra cosa que el resultado de un acto amoroso, es decir, de la idea de una alegría, un bien o una dicha, de causa externa, o sea, es el resultado del amor (E III, definición de los afectos VI).
Las nociones comunes en naturaleza nos introducen en el segundo género del conocimiento o universo de las relaciones humanas, por su virtud comenzamos a ser seres humanos y esa virtud que nos hace humanos no es otra cosa que el amor.
Queda claro entonces que la “humanidad” o “inhumanidad” que se atribuya a una criatura humana, no es otra cosa que la exacta medida de la dicha que esa criatura ha recibido de las infinitas causas externas. Desafío a quien se anime a postular la desdicha como génesis de alguna “humanidad” que no resulte en aquello que llamamos la “inhumanidad” misma.


LA IDEA DE “SEMEJANTE”

¿Cómo se expresa en la existencia el advenimiento de las nociones comunes? La primera noción común en naturaleza que alcanza a configurar nuestra primera idea adecuada proviene del acto amoroso de la crianza y se expresa como la idea de “semejante”. Como “no se requiere una causa menor para conservar una cosa que para producirla por primera vez” (Principios de filosofía de Descartes, Axioma 10), el acto amoroso de la crianza es idéntico al de la creación, por eso “criar” y “crear” significan esencialmente la misma cosa.
Esa noción común en naturaleza o idea de “semejante” es la primera idea de una alegría, un bien o una dicha de causa externa, es decir, es la primera idea del amor. Es la dicha de la creación la que nos introduce en la existencia y es la dicha de la crianza aquello que nos permite perseverar en ella.
Así como nada comienza a existir si no se da la dichosa comunión de una esencia con un conjunto infinito de partes externas y existentes que la componen en idénticas relaciones características de potencia, configurando el hecho dichoso de nacer; tampoco nada persevera en la existencia, ni dura, sin la alegría, el bien o la dicha de una causa externa y existente, es decir, sin el amor de un “semejante”. Esto es así para todo aquello que llega a existir, tanto sea una cosa como una criatura.
Mucho han dicho y escrito los hombres sobre el amor humano y se han apropiado del amor, por esa tendencia a la propiedad tan común en los seres humanos. La idea del amor se ha vuelto antropomórfica, el hombre ha decretado que es el único que ama en la bastedad de la naturaleza, configurando aquello que podríamos llamar “melodrama humano” y que siguiendo a Descartes reduce todo el resto de la naturaleza a una pura “brutalidad”. Pero, en tanto el amor no es otra cosa que una alegría de causa externa, no está menos presente en la lluvia que riega el brote naciente, en el rayo que hace nacer el ozono del oxígeno o en la lengua que lame la cría húmeda y palpitante. Si desarraigamos el amor del “melodrama humano”, éste enraíza en toda su bastedad y abundancia, que excede infinitamente a la naturaleza humana.
La idea de nuestra propia naturaleza no es otra cosa que el entendimiento de sí, la idea de la dicha de la propia composición o idea del “yo”, con la que se configura el propio pensamiento. Así como la mente es una idea del cuerpo, el pensamiento no es otra cosa que la idea de nuestra propia naturaleza y de la naturaleza toda, y no proviene de ningún otro sitio que no sea la alegría, el bien o el amor que hemos recibido de un “semejante”. No hay idea alguna de la propia naturaleza, ni entendimiento de sí como individuos, ni idea del “yo” o pensamiento, sin la alegría, el bien o el amor de causa externa. Llevando las cosas al extremo de su ser o no ser, debemos decir que no podremos pensar si no hemos sido amados suficientemente.
Toda noción común en naturaleza o idea de “semejante” nace de la alegría, del bien o del amor que hemos recibido. Es esa dicha o amor recibido aquello que da origen a la idea de la propia naturaleza, idea de sí o dicha de la propia composición, que es la primera emanación del propio pensamiento, y al mismo tiempo y en un mismo acto, da origen a la idea de “semejante”. Es a través de esta idea que el otro ingresa en nosotros mismos, oficiando de espejo y reflejo de nuestra propia naturaleza dichosa y expresiva y nos introduce en el universo de las relaciones a través de la dicha o del amor.
Todos los defectos de la idea de la propia naturaleza, del entendimiento de sí, de la idea del propio “yo” o de la propia composición, es decir, todas las inadecuaciones del pensamiento, son el efecto de la carencia de nociones comunes en naturaleza o ideas adecuadas de relación, o sea, defectos en la idea de “semejante”, que oficia como idea rectora de todo el universo de las relaciones o segundo género del conocimiento. Dicho de otro modo, el “semejante” que somos es idéntico al “semejante” que padecemos, que no surge de ningún otro sitio que no sea de la dicha o el amor que hemos “recibido” de una causa externa y que será toda la dicha o el amor que podamos “concebir”.
“La naturaleza o esencia de los afectos (y la dicha o el amor es un afecto) no se explican por nuestra sola esencia o naturaleza, sino por la potencia de las causas externas comparadas con la nuestra.” (E IV, prop. XXXIII, demostración). Nuevamente aquí se trata de un cálculo diferencial que explica por sí mismo la infinita variedad de circunstancias a las que llamamos “amor” y la infinita variedad de “semejantes” que concebimos (recibimos) y actuamos.
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, no es un mandato ni un mandamiento, es la más clara descripción del proceso expresivo y especular de la noción común en naturaleza. Toda la dicha que recibamos, en esencia y en existencia, será toda la dicha que concibamos y que podamos expresar.
La idea de “semejante” es el núcleo rector de todas las relaciones humanas, en tanto somos afectados y padecemos por aquello que tenemos en común con otros cuerpos (E IV, prop. XXIX y demostración) y la noción común en naturaleza o idea de “semejante” es la idea de aquello que tenemos en común con otros cuerpos. Es por su virtud, que aquello que nos afecta y nos hace padecer, nos permita actuar adecuadamente por el conocimiento de la naturaleza de su causa, ya que, toda pasión o padecimiento, deja de ser tal cuando conocemos la naturaleza de su causa externa (E V, prop. III).
La noción común nos introduce en el universo de las relaciones y su idea rectora es la idea de “semejante”. Esta idea que se adquiere en la crianza es el núcleo que aglutina todos los afectos que regirán nuestras relaciones.
Esta idea es medular en el sistema de formación de los afectos y es primera, original y principio de toda afectividad, su ausencia es la absoluta desafección o apatía. Spinoza se refiere a ella en el libro tres de la Ética, “De la naturaleza y el origen de los afectos”, precisamente porque ella nos introduce en el universo de las pasiones humanas. Spinoza regresa una y otra vez al concepto de “semejante” a lo largo de Ética III, porque sin esa idea o concepto no hay aparición de afectividad alguna. La menciona directamente en las proposiciones XVI, XVII, XIX, XXI, XXII, XXIII, XXVII, XXXIII, XLV y XLVII, pero esta idea está implicada en todos y cada uno de los afectos que describe.
Este libro III y el siguiente, son un tratado sobre las pasiones humanas, una minuciosa descripción de nuestra naturaleza, de todo aquello que mueve y conmueve a los hombres desde lo profundo y sobre lo que no tienen idea alguna de su naturaleza, es decir, todo aquello que los hace pasibles. ¿Pasibles de qué?, pasibles de humanidad.
Ingresamos al mundo de las pasiones humanas por virtud de la idea de “semejante”, primera noción común en naturaleza o idea de relación que nos introduce en el segundo género del conocimiento, por su virtud nos hacemos seres humanos. Es interesante comprender que la noción común en naturaleza o idea de “semejante”, es aquella virtud por la cual todas las criaturas, no sólo las humanas, alcanzan el ser de su existencia.
La idea de “semejante” es el rasgo de lo humano. Tan es así, que su ausencia en una persona nos alarma con justa razón y su presencia en los animales, nos hace humanizarlos porque los sentimos “semejantes” a nosotros mismos.
La idea de “semejante” surge ante los cuerpos externos que nos afectan de dicha o amor, pero padecer la dicha o el amor no implica comprender la naturaleza de esos cuerpos externos. La idea de “semejante” será inadecuada o adecuada, según surja de la imaginación o de la razón. Esta idea nunca es inadecuada en sí misma, en tanto surge de la dicha, que aumenta nuestra potencia de obrar y comprender (potencia de existir o esencia), es inadecuada en tanto carezcamos de una idea que la excluya, que es el problema esencial de la imaginación. Cuando el amor y la dicha que el “semejante” nos inspira son atribuidos a su presencia, no podremos tener una idea que lo excluya porque eso implicaría renunciar al amor y la dicha y eso contradice nuestra propia naturaleza o esencia, en este estado de cosas, sólo podemos padecer y si dejamos de padecer, dejamos también de ser (E V, escolio de la última proposición), ésta es la condición de la primera infancia y de la niñez. Cuando la dicha que el “semejante” nos inspira es reconocida como una capacidad de nuestra propia naturaleza o esencia, podremos tener una idea que lo excluya, ya que en nada meya nuestra propia naturaleza o esencia dichosa. Depender es padecer, si la dicha y el amor que concebimos dependen absolutamente de una causa externa, dependemos absolutamente de ella, es decir, la padecemos absolutamente, ésta es la condición de la infancia y la niñez, en la que somos seres absolutamente pasibles de alguna otra humanidad. Cuando reconocemos que la dicha y el amor que concebimos son una capacidad de nuestra propia naturaleza o esencia dichosas, podemos ser causa de ellos y prescindir de la causa externa, es decir, dejamos de depender y padecer, éste proceso se expresa en la adolescencia humana y es la causa de la conflictividad afectiva propia de esa edad.
Como la idea de “semejante” es, ontológicamente, muy anterior a la capacidad de razón, es inevitable que la padezcamos mucho antes de poder comprenderla, por eso es inevitable que transitemos el universo de las pasiones humanas regidas por la imaginación en torno a la idea de “semejante”. Y por eso mismo es inevitable que el “semejante” que seamos, provenga del “semejante” que padecimos. Esta condición inapelable de la crianza, que condiciona y estigmatiza nuestro propio cuerpo o ser material, es la única creación a la que le podemos atribuir todas nuestras monstruosidades. Creación y crianza son dos expresiones de la misma cosa, sabemos que la creación como el pasaje de la esencia a la existencia es imposible por fuera de un hecho de comunión dichosa, por lo tanto, todas las desdichas deben atribuirse a la crianza. No hay desdicha en la creación porque nada se compone en la desdicha, nada llega a ser por su efecto, la desdicha en el proceso de pasaje de la esencia a la existencia, aborta la existencia.
Las primeras nociones comunes en naturaleza o ideas de “semejante”, surgen de nuestra crianza, son las primeras ideas de nuestra propia naturaleza que surgen por virtud de la naturaleza de un cuerpo externo que nos hace dichosos, es decir, de la primera experiencia amorosa con un “semejante”.
Si no hemos recibido ningún bien, ninguna dicha o ningún amor de causa externa, moriremos en nuestra más temprana primera infancia, como lo describe precisamente René Spitz en su libro “El primer año de vida del niño”. La ausencia de un “semejante” en nuestra temprana primera infancia es la causa por la cual no llega a configurarse ninguna idea de nuestra propia naturaleza, que sin llegar nunca a expresarse se desvanece en aquello que Spitz llama “marasmo”. Aquello que se desvanece por causa de su inexpresividad es nuestra propia esencia dichosa, que abandona su función en la existencia cuando nuestro cuerpo muere. Ninguna criatura sobrevive si no recibe algún cuidado externo, es decir, si no recibe una alegría, dicha o bien de causa externa, o sea, si no recibe algún amor. Toda la alegría, dicha o bien que “reciba” de una causa externa, será toda la alegría, bien o dicha que “conciba” en sí mismo. “Recibir” y “concebir” son conceptos recíprocos y solidarios.
Si hemos recibido poco bien y poco amor de nuestros “semejantes”, con esa escasez se configura la idea de la propia naturaleza, el entendimiento de sí o idea del propio “yo”, y de esa escasez emanará el propio pensamiento. Aquello que “recibimos” es aquello que “concebimos” y por poco que ello sea, será todo lo que tengamos.
Cuanto más compleja sea la naturaleza de un cuerpo existente en acto, más compleja será la idea de su propia naturaleza y mayor será la complejidad de su crianza, es decir, mayor será su necesidad de alegría, bien o dicha, proveniente de una causa externa, o sea, mayor será su necesidad/capacidad de amor. De la necesidad surge la capacidad y de la carencia, la incapacidad.
Nuestra esencia es dicha innata y nuestra existencia es dicha y desdicha, que provienen de la confrontación con las infinitas causas externas que nos afectan, del cálculo diferencial de esa confrontación entre nuestra dicha innata o esencia dichosa y las infinitas causas externas que potencian o reprimen nuestra dicha con alegrías o tristezas, depende la intensidad y la duración de nuestra propia existencia. Cuando las causas externas desdichadas que reprimen nuestra esencia dichosa superan su capacidad de afección, es decir, superan su capacidad de reacción en la existencia misma, la esencia abandona la existencia y nuestro cuerpo muere. Llevando las cosas al extremo, podemos decir que somos por la dicha de nuestro ser y dejamos de ser por su desdicha.
Spinoza señala que sólo existen realmente tres afectos primarios, la alegría o dicha, la tristeza o miseria y el deseo (E III, prop. LIX, escolio) o “necesidad”, pero esos tres afectos pueden ser reducidos a uno solo. La tristeza nada es en sí misma más que carencia de dicha o alegría, y el deseo es siempre “necesidad” de dicha o alegría. Por lo tanto hay un solo afecto, el de la alegría o dicha y todos los demás surgen de él.
Siempre la dicha es lo primero y la poca o mucha que recibamos, en nuestra esencia y en nuestra existencia, será toda la que tengamos. El quantum de dicha que recibimos con nuestra propia esencia será toda nuestra potencia de existir o naturaleza y se expresará en la existencia según un cálculo diferencial que surge de su confrontación con las infinitas esencias existentes en acto que nos afectan. La confrontación es siempre de esencia a esencia, es decir, de naturaleza a naturaleza y su expresión es el devenir de la existencia, o sea, la propia vida.
Spinoza define “afecto” (afecttus) como el aumento o la disminución, el favorecimiento o la represión, de la potencia de obrar del cuerpo mismo y de la mente en tanto idea de las afecciones de ese cuerpo (E III, definición III). Tanto en la disminución o represión, como en el aumento o favorecimiento, el afecto implica un algo previo que puede ser aumentado o disminuido, favorecido o reprimido. Ese algo previo es la esencia misma, que es esencialmente dicha y que sólo pasa a la existencia por la dicha misma de su composición en lo extenso y previamente existente. Esa dicha de su composición en lo extenso no es otra cosa que su entendimiento de sí, idea del propio “yo” o pensamiento.
Todo surge de un sustrato esencial e innato que es la dicha misma, que será vivida como alegría o amor, si es favorecida o aumentada, o será vivida como aquello que llamamos “tristeza o miseria” si es reprimida o disminuida. No hay dudas de que la tristeza existe, es decir, que es percibida en la existencia como la disminución o represión de la potencia de obrar y comprender, potencia de existir o esencia; pero en relación a la esencia misma, la tristeza y la miseria nada son en sí mismas, más que la represión o inexpresividad de la dicha esencial e innata.


EL CÁLCULO DIFERENCIAL

El gran aporte de Leibniz a Spinoza es el cálculo diferencial, del que surge el concepto de “derivada temporal” o “tasa de cambio en el tiempo”. La “derivada” es el concepto más importante del cálculo infinitesimal o diferencial. La derivada representa una “razón de cambio” o un “flujo”. Paradójicamente, se considera al cálculo diferencial o infinitesimal como un invento de la mente humana y aún se discute si corresponde a la mente de Newton o a la de Leibniz, en realidad se trata de un descubrimiento, ya que la mente humana no puede producir verdad alguna que no existe en la naturaleza.
La perseverancia de Spinoza en hacernos comprender la necesidad, en tanto utilidad, de acceder al tercer género del conocimiento o conocimiento de las esencias, radica en que ellas implican la naturaleza misma de los seres y las cosas, que confrontando y afectándose mutuamente configuran el devenir de la existencia misma. Como su pregunta primera y última, ha sido y es, ¿cómo ser feliz en la existencia?, la respuesta es imposible sin el conocimiento de las esencias, que son el sustrato mismo de la dicha existencial. Llegamos aquí a la ecuación fundamental de la que depende toda “ad-ecuación” o “in-ad-ecuación”, si la esencia es dicha, la existencia dichosa debe ser igual a la esencia, la ecuación fundamental es entonces: existencia = esencia. De ahí surge la exigencia de Spinoza, todo aquello que expresa o exprime la esencia debe ser favorecido y todo aquello que la reprime o inhibe debe ser evitado.
Si alcanzamos el conocimiento de las esencias o el tercer género del conocimiento, conocemos tal cual Dios conoce, con infinito amor intelectual. El amor intelectual no es otra cosa que el conocimiento de la propia naturaleza o esencia, de la esencia de todas las cosas y criaturas que son y obran en la naturaleza y de la esencia infinita de Dios, estas son las tres ideas fundamentales del tercer género del conocimiento que nos conducen a la sabiduría o beatitud.
Comprender por la esencia es comprender por la naturaleza de las cosas, de tal modo que ninguna causa externa nos resulte incomprensible. Esa pasión que es la vida misma, su crecimiento y perseverancia, es decir, su intensidad y duración, no serán el resultado del avatar de los encuentros dichosos o desdichados, sino el producto claro y distinto de un cálculo diferencial entre nuestra propia naturaleza o esencia y la naturaleza de los cuerpos externos que nos afectan, es decir, el resultado de la concatenación de nociones comunes en naturaleza.
La noción común en naturaleza es la manera en que nuestra mente concibe, es decir, recibe, el resultado de ese cálculo diferencial que nuestro cuerpo realiza automáticamente en aquello que podemos llamar el “autómata corporal”. En principio nuestra mente sólo capta el resultado de ese cálculo corporal automático, es decir, las afecciones corporales de dicha o desdicha, de alegría o tristeza, que configuran las “derivadas temporales” o “las tasas de cambio en el tiempo”.
La derivada temporal o tasa de cambio en el tiempo es el resultado de ese cálculo diferencial entre la propia potencia de existir y la de aquello que nos afecta externamente, que nuestro cuerpo realiza automáticamente (autómata corporal) y se expresa como dicha o desdicha, alegría o tristeza.
La alegría o dicha y la tristeza o miseria, son las “derivadas” o “tasas de cambio en el tiempo” que expresan el “flujo” de la existencia misma.
En este punto, Leibniz aporta a Spinoza el cálculo diferencial que expresa la tasa de cambio en el tiempo de nuestra propia potencia de existir, la derivada temporal de nuestra propia esencia, que no es otra cosa que el resultado del devenir existencial de los afectos (“afecttus”), la concatenación de los pasajes a una mayor o menor perfección. Ese resultado es el quantum de dicha esencial con el que perseveramos en la existencia, que al aproximarse a cero indica el final de la existencia misma.
Es la dicha aquello que aumenta nuestra potencia de existir, realidad, perfección o duración, y es la desdicha aquello que las disminuye. La dicha es padecida en el primer género del conocimiento, para ser padecida y comprendida a partir del segundo género del conocimiento y para ser finalmente comprendida en toda su magnitud, como amor intelectual, en el tercer género del conocimiento. Esa comprensión sólo acontece por virtud de las nociones comunes en naturaleza que son la expresión mental de aquello que el cuerpo expresa automáticamente como autómata corporal.
Pasar del autómata corporal al autómata espiritual es un asunto de nociones comunes en naturaleza, ideas de “semejante”, dichas y amor.