TRISTEZA y PODER.
La tristeza en todas sus formas; ideas tristes, pasiones tristes, acciones tristes o sentimientos tristes, disminuye la potencia de existir, que es potencia de obrar (corporal) y potencia de comprender (mental).
¿Qué es la tristeza y cuál es su esencia?
La tristeza nada es en sí misma porque no hay esencias tristes. La esencia es naturaleza, conato, tendencia o apetito, que al hacerse consciente llamamos “deseo” y el deseo es siempre deseo de dicha o alegría. Las ideas, pasiones, acciones o sentimientos tristes, son una y la misma cosa; aquello que disminuye la potencia de existir, la naturaleza o esencia dichosa.
Como la verdad “es norma de sí y de todo lo falso” (Ética II, proposición XLIII, escolio), la dicha es norma de sí y de todas las desdichas. La causa de lo falso es algo verdadero que se pretende emular con mayor o menor perfección. La causa de toda desdicha es una dicha o alegría, que por error se expresa falazmente, esa falacia es la tristeza.
Detrás de toda desdicha hay una dicha, que no pudo expresarse por un error de facto. Los errores de facto en la existencia son las pasiones tristes, que disminuyen la potencia de existir –potencia de obrar y comprender- y cuyo origen es siempre la ignorancia de las causas y su expresión en el acontecer es el error.
Los aciertos de facto en la existencia son las pasiones dichosas y, especialmente, las acciones eficientes, que responden al conocimiento adecuado de las causas, a la posesión de la potencia de obrar y comprender y cuya expresión en el acontecer es la acertividad.
No existe la desdicha como origen u oriente, porque nada se compone por su causa, nada es por la desdicha de su ser y no hay en ella ninguna virtud, más allá de la que alimenta al poder en su construcción y crecimiento.
El poder se construye con la desdicha e impotencia ajenas, mientras que la potencia se expresa en una comunidad de potencias. El poder es algo individual y la potencia es algo común o colectivo, algo que todos poseen por derecho esencial o de naturaleza. Hay entre ambos una tensión permanente, la del individuo y la multitud. Esa tensión permanente entre poder y potencia o entre individuo y multitud, es el núcleo de la política, que no es otra cosa que la constancia o el “estar de acuerdo” entre el individuo y la multitud en la Ciudad. La política es el arte de resolver esta tensión por la vía del poder o por la vía de la potencia, es decir, sembrando desdichas o dichas colectivas respectivamente.
La esencia es naturaleza, es potencia de ser, obrar y comprender y siempre se expresa en la existencia, no hay esencias abstractas, es decir, separadas de alguna existencia en acto o actual. La concepción de esencias abstractas, es decir, de naturalezas separadas de alguna existencia concreta, es la raíz de los mitos, de toda la mitología y de las metafísicas sobrenaturales, esencialmente mentiras que la mente humana crea por necesidad o compulsión de su imaginación, que no yerra en tanto imagina, sino que yerra por carecer de una idea que excluya aquello que imagina (Ética II, proposición XVII, escolio), o sea, por no poder evitar creer en la existencia de esencias abstractas.
De igual modo, la existencia expresa la esencia, es su afección en acto y no hay existencias abstractas, es decir, separadas de alguna esencia. No obstante hay modos de existir, de ser y obrar en la existencia, más o menos abstractos, más o menos separados de la esencia. De hecho, los tres géneros del conocimiento de Spinoza, no son otra cosa que la minuciosa descripción de los modos de existir en relación a la esencia; afección de la esencia en el primer género, relación de la esencia en el segundo género y conocimiento de la esencia en el tercer género. Siendo la esencia aquello que se expresa actualmente en la existencia, esa expresión puede implicar un mayor o menor grado de potencia esencial. Cuando la esencia expresa un menor grado de su potencia en la tristeza, la existencia se separa o aleja de la potencia esencial, es decir, se hace más abstracta; lo contrario acontece cuando la esencia expresa o explica un mayor grado de su potencia en la alegría. La tristeza no es otra cosa que inexpresividad esencial y la alegría no es otra cosa que su expresión.
Abstraer algo es separarlo de su causa eficiente. Como el conato, la tendencia o el apetito, que expresan la potencia de existir o tendencia a perseverar en la existencia, es decir, la realidad, duración o perfección (Ética II, definición V y VI), son por causa de la esencia dichosa, cuanto más se separan de ella en la tristeza, más abstractos devienen, más se separan de su causa. Es por eso que en la tristeza no sabemos qué hacer, las causas del ser, obrar y comprender, se separan de nosotros mismos y sólo queremos abandonar ese modo de existir, interrumpir esa duración triste, esa vivencia de imperfección. A la inversa, en la alegría, la esencia expresa en la existencia una potencia mayor y tendemos a perseverar en ella, nuestra causa de ser y obrar se hace más potente y nos sentimos más perfectos, durables y reales. –
La tristeza es el modo más abstracto de la existencia porque es el modo de expresión menos potente de la propia esencia o naturaleza, en el que ésta expresa su menor perfección, es decir, su menor potencia o realidad, configurando la ecuación que expresa la inadecuación misma; “existencia ≠ esencia”.
La dicha o alegría es el modo menos abstracto de la existencia porque es el modo de expresión más potente de la esencia, su modo más real y perfecto, configurando la ecuación que es la adecuación misma; “existencia = esencia”.
Siempre es la esencia aquello que se expresa, la existencia es esencia en acto. En la medida de la expresión de nuestra causa, esencia o naturaleza, somos dichosos y en la medida de su inexpresividad somos desdichados, en igual sentido somos más o menos abstractos, más o menos perfectos y reales. Cada criatura es tan perfecta como lo permite la expresión de su esencia en la existencia. Como todo aquello que es por una causa externa debe a esa causa toda su perfección (Ética I, proposición XI, escolio.), acercarnos o alejarnos de esa causa externa que expresa aquello que somos implica toda nuestra perfección o toda nuestra imperfección.
Poder y Potencia.
Sembrar desdicha o tristeza es la manera de cosechar poder propia de los seres humanos impotentes. El poder nada tiene que ver con la potencia que expresa la propia naturaleza o esencia dichosas, es su contracara o antípoda.
No estamos hablando de la potencia dichosa que despliega todas las capacidades en pos de su expresión, eso sería una criatura libre que actúa con plena capacidad de su potencia de obrar y comprender. Estamos hablando de seres desdichados, sometidos a pasiones tristes y por ende impotentes, que necesitan o están compelidos a sembrar desdicha, o sea, sometimiento y sumisión, no por alguna intrínseca “maldad”, que no haya sitio en ninguna esencia, sino porque necesitan de abundantes acciones colectivas, causas externas, orientadas en su propio beneficio para compensar su impotencia individual, que lejos de mitigarse se transforma en poder. El poder es una forma de la impotencia.
Cuantas más cosas puede un cuerpo por sí mismo, menos padece, más potente es y menos necesita del poder, propio o ajeno. Cuantas menos cosas puede un cuerpo por sí mismo, más padece, más impotente es y más tiende al poder, propio o ajeno.
La intensidad y duración de nuestra vida no se mide por nuestra propia esencia o potencia de existir, sino por su confrontación con las infinitas potencias externas y existentes comparadas con la nuestra (Ética IV, proposición V). Es un cálculo diferencial entre potencias de existir, esencias o naturalezas, del que surge la “derivada” temporal, la “tasa de cambio en el tiempo” o el “flujo” de la existencia.
A mayor expresión de la propia esencia, es decir, a mayor potencia esencial expresada en la existencia como capacidad de perseverar o potencia de existir, mayor será la acertividad vital de la existencia y en el transcurso de la vida podremos hacer frente a infinitas y variadas causas externas, teniendo siempre en cuenta que habrá potencias externas mayores a la nuestra que pueden destruirnos (Ética IV, proposición III), ésta es la posesión plena de la potencia de obrar y comprender, única garantía de una existencia dichosa o una vida buena.
A menor expresión de la propia esencia dichosa, es decir, a menor capacidad de perseverar en la existencia o potencia de existir, menor será la acertividad vital de la existencia y no podremos hacer frente exitosamente a las infinitas y variadas potencias externas que nos afecten en la vida. El miedo, la sumisión y la impotencia, serán las pasiones tristes que rijan la existencia en el error y que induzcan a buscar la alianza con el poder y los poderosos como modo de compensar la propia impotencia, que lejos de conjurarse deviene poder, propio o ajeno.
El tirano y el esclavo.
El tirano y el esclavo, o sea, el poderoso y el impotente, forman una díada indisociable, son las dos caras de una misma moneda, por eso Spinoza combate a ambos dos con igual intensidad.
Sembrar tristeza es el recurso de los sistemas de poder que orientan todas sus acciones a mermar la potencia colectiva de la multitud, único método para perpetuarse.
El tirano y el esclavo son las dos versiones de una misma figura, la de la impotencia, comparten idéntica ignorancia de las causas externas por las que padecen. Como siempre hay una causa externa más potente que puede destruirnos (Ética IV, Axioma.), el tirano es siempre su esclavo, a ella teme y se somete.
El hombre libre a nada teme, ni siquiera a Dios, porque no puede temerse aquello que se ama con amor intelectual, es decir, aquello que se conoce y comprende. Conocer adecuadamente la causa de todo aquello que es y obra en la existencia nos hace libres, es decir, reduce a su mínima expresión las pasiones y el padecimiento, propios de la pasible existencia.
La idea de Dios.
Todo aquello que existe en la naturaleza toda (Naturaleza Naturalizada), es por una causa externa a sí mismo y previamente existente (Ética I, proposición XXVIII), tanto se trate de cosas, como de seres o de hechos. Pero si orientamos el pensamiento a la causa primera, origen y oriente de todo aquello que es y obra en la naturaleza toda, arribamos a aquello primero que es por causa de sí mismo, a la pura potencia de existir fuera de la cual no hay causa externa alguna, ésta es la Sustancia Infinita, que por naturaleza es anterior a sus atributos, afecciones y modificaciones (Ética I, proposición I), la Naturaleza Naturalizante, el infinito absoluto que se expresa en el infinito inmediato (atributos y esencias) y que será causa inmanente y perseverante de y en todas las cosas del infinito mediato, el aspecto del universo todo, los modos finitos o individuos y el entendimiento infinito en acto (intellectus infinitus actu).
Como seres existentes, es decir, producidos por una causa externa a nosotros mismos y preexistente, la concepción o el recibimiento de la idea de una Sustancia absolutamente infinita que es por causa de sí misma y es, a la vez, causa inmanente de todo aquello que es y obra en la naturaleza toda, confronta a nuestro entendimiento con sus propios límites, es decir, confronta al entendimiento humano con el entendimiento infinito, absoluto o divino. Esta confrontación pone en evidencia que el entendimiento humano y el entendimiento infinito o divino, no tienen en común nada más que la asignación de un mismo nombre, como sucede con la palabra “can” asignada a la constelación celeste y la palabra “can” asignada al animal que ladra (Ética I, proposición XVII, escolio).
Precisamente la confrontación con ese límite del entendimiento humano es aquello que patentiza la existencia de un entendimiento infinito, que es sólo pensable para nosotros mismos como límite o frontera absoluta, más allá del cual nada puede pensarse. Es un anonada miento frente aquello que existe más allá de todo aquello que puede ser pensado como existente. Esa confrontación es un milagro (“hecho admirable”) que sólo acontece en la mente humana y no es otra cosa que la idea de Dios, concepto anterior a todo concepto, es decir, anterior al concepto de afección o modificación, por el cual también puede ser concebido o “recibido” (Ética I, definición V). La concepción o el recibimiento directo de Dios no es otra cosa que la imposibilidad de su concepción o recibimiento inmediato, Dios es concebido directamente sólo por la imposibilidad de su concepción inmediata. Su condición ontológicamente anterior a la afección o modificación lo hace inconcebible desde esa misma afección o modificación, es decir, desde el modo finito existente en acto.
A ese anonada miento o imposibilidad de concepción o recibimiento directo de la idea de Dios, sólo está sometido el ser humano, ese sometimiento configura el padecimiento esencial de su entendimiento, que se limita y configura a partir de aquello que no puede concebir. Esta confrontación entre lo pensable y lo impensable agita tanto a la imaginación como a la razón. Ya sea por vía de la imaginación como por vía de la razón, esa confrontación con el límite mismo del pensamiento que configura la idea de Dios, acontece en toda mente humana. Como ontológicamente, la capacidad de imaginar es muy anterior a la capacidad de razonar, es decir, todos los seres humanos imaginamos mientras muy pocos logran pensar adecuadamente, la idea de Dios surge como una construcción de la imaginación mucho antes de poder ser un producto de la razón. Por eso, todos imaginamos a Dios, pero muy pocos pueden conocerlo y comprenderlo.
Dicho de otro modo, la idea de Dios es la única idea adecuada que no es en Dios, por eso Spinoza niega un entendimiento y una voluntad divinos (Ética I, proposición XVII, escolio). En ese extenso escolio de la proposición XVII nos explica que la potencia de obrar y la potencia de comprender son en Dios una y la misma cosa, Dios obra y comprende en un único y mismo acto. No hay en Él una comprensión o entendimiento que muevan al acto de obrar, lo que supondría que Dios comprende mucho más de lo que obra, es decir, que hay cosas que Dios comprende y no obra, lo que repugnaría a su potencia infinita u omnipotencia, ni hay un acto de obrar que motive una comprensión o entendimiento, lo que supondría que Dios puede obrar sin comprender, es decir, que obra más de lo que comprende pudiendo ser causa de error. Ambos mecanismos aquí descriptos son propios del entendimiento humano que promueve la acción tanto por el conocimiento adecuado como por el conocimiento inadecuado de las causas y muchas veces llega a conocer las causas adecuadamente por los errores de sus actos en la experiencia. Nada de esto sucede en Dios que es omnipotente e infalible y cuyo entendimiento infinito no comparte con el humano nada más que el nombre. Dios no elige las cosas que existen, es causa inmanente de su esencia y existencia sin discriminación ni preferencia por ninguna, en tanto a todas comprende, es causa de todas y en todas persevera. Por eso Spinoza afirma que el mundo no pudo haber sido creado en ningún otro orden ni de ninguna otra forma que como ha sido creado (Ética I, proposición XXXIII).
Dios no tiene idea de Sí mismo o, mejor dicho, la idea de Sí mismo no es distinta de las ideas de las esencias de las cosas y de los seres de la naturaleza toda, incluyendo la idea de la esencia o naturaleza de los seres humanos. Como afirma Vidal Peña en su nota al pie número 18, a propósito de la proposición XXXI de Ética I, “el pensamiento en Dios no es autoconsciente, es un orden impersonal de esencias racionales”. Dios no se concibe (recibe) a Sí mismo por fuera de todo aquello que Él es y obra, es decir, por fuera de sus afecciones o modificaciones existentes en acto (citar a P. Macherey y Etienne Balibar), ya que por fuera de Él nada hay que contradiga su naturaleza absoluta, nada hay que oficie de límite o frontera que determine los alcances de su entendimiento absoluto.
Dios se piensa a Sí mismo en las criaturas humanas, la idea de Dios es patrimonio de los hombres y sólo en ese sentido podemos decir que somos Su espejo o reflejo, expresamos a Dios en una idea. No por haber sido creados a Su imagen y semejanza, como sostienen las religiones que reivindican un Dios antropomórfico, sino por ser la más compleja de sus afecciones o modificaciones en la cual el entendimiento llega a concebir/recibir Su idea, que no es otra cosa que la idea de Su entendimiento absoluto, por confusa que esta sea.
La idea de Dios es la más grande de las tres ideas del tercer género del conocimiento, porque incluye a todas las demás y su concepción o recibimiento es un hecho constante en toda mente humana. La mente humana es la única en toda la Naturaleza Naturalizada que accede a la idea de Dios y está obligada a hacerlo con la imaginación mucho antes de poder hacerlo con la razón. Más tarde o más temprano, imaginamos a Dios, porque más tarde o más temprano, ya sea por padecimiento corporal o por amor intelectual, alcanzamos Su idea al alcanzar el límite de nuestro propio entendimiento. La idea de Dios es aquello impensable que cerca, delimita y determina los alcances del pensamiento humano mismo. Si quieres conocer los alcances a los que ha arribado un entendimiento humano determinado, es decir, una persona concreta, pregúntale: ¿Qué es Dios?
El modo geométrico que emplea Spinoza en sus cinco libros de la Ética, es un laberinto de conceptos a través de los cuales nos acorrala, encierra y obliga a asentir que aquello que por nuestra propia naturaleza resulta impensable, es verdad. Spinoza apela al modo geométrico no por vanidad académica, ni por vicio de su propio pensamiento matemático, sino porque es el único inmune a la imaginación.
Ese potente laberinto de conceptos en modo geométrico, no sería en absoluto necesario si no existiera previamente un poderoso laberinto de ideas inadecuadas producto del poder de la imaginación humana, que no yerra en tanto imagina, sino en tanto carece de ideas que excluyan aquello que imagina, o sea, en tanto padece su propia imaginación. Es claramente un duelo entre potencia y poder, potencia del entendimiento y poder de la imaginación.
El poder de la imaginación surge de la necesidad o compulsión de la mente humana por resolver la angustia o el anonada miento (afecciones corporales) frente a aquello que es el límite de su propio entendimiento. Ese límite, cerco o frontera, es el entendimiento infinito que delimita y determina los alcances del entendimiento humano. La idea de Dios que tengamos, sea esta cual fuere, es la expresión del límite que ha alcanzado nuestro propio entendimiento o pensamiento. Poco le importa a Dios que lo pensemos adecuadamente, Dios no necesita pensarse a Sí mismo, ni siquiera a través nuestro, Su entendimiento infinito se encuentra permanentemente en acto, “entendimiento, voluntad y potencia de Dios son todo uno y lo mismo” (Ética I, proposición XVII, escolio). Pensar a Dios es una necesidad o compulsión exclusivamente humana.
Es tan descomunal la potencia del laberinto geométrico spinociano como descomunal es el laberinto imaginativo del poder humano. La mente humana cuando alcanza el desarrollo de toda su complejidad llega indefectiblemente a la idea de Dios, ésta idea de Dios no es producto de creencias, ni de religiones, ni siquiera de culturas o procesos educativos (más allá de que todos ellos la influyen y determinan), es solamente la señal de que la mente humana ha alcanzado su máximo grado de complejidad, arribando al límite mismo de su entendimiento, ese límite o frontera no es otra cosa que la vivencia del entendimiento infinito que en su presencia absoluta delimita todo aquello que es, obra y comprende en la naturaleza toda.
La idea de Dios es producto de la imaginación mucho antes de ser producto de la razón, por eso todos los seres humanos imaginamos a Dios mucho antes de saber qué es y la mayoría de nosotros transitamos la existencia inmersos en creencias imaginativas sin acceder nunca a la sabiduría. Quien regule esas creencias en las multitudes tiene sobre ellas un enorme poder.
La idea de Dios no es otra cosa que la afección mental que surge de la afección corporal (angustia y anonada miento) ante la confrontación con los límites del entendimiento humano, esa frontera o límite separa y une el entendimiento humano con el entendimiento infinito o divino, la absoluta complejidad del universo individual y finito con la absoluta simpleza y eternidad del infinito absoluto.
La idea de Dios es la más importante de las tres ideas del tercer género del conocimiento y no es casual ni vano que Spinoza haya recurrido a esa monumental construcción en modo geométrico para poder enseñárnosla, que se inicia con el libro I, denominado “De Dios” y sus ocho primeras definiciones. Spinoza apunta al corazón mismo del poder de la imaginación humana, para erigir mientras lo demuele su potente construcción racional.
La idea de Dios nos hace libres del poder de la imaginación, nos libera de las ideas que ella produce y es incapaz de excluir. La idea de Dios nos hace libres porque nos aleja definitivamente de toda forma de poder, de todo sometimiento y sumisión, de toda tristeza y padecimiento.
Nunca pensamos a Dios sin prejuicios, sin ideas preconcebidas producto de nuestra imaginación, de nuestra propia afección corporal ante la angustia y el anonada miento que expresan los límites de nuestro propio entendimiento. La idea de Dios está presente en el pensamiento humano tanto en el primero como en el segundo y tercer género del conocimiento y va desde la pura imaginación o superstición hasta el amor intelectual, la sabiduría o beatitud. En nada afectan a Dios las ideas que tengamos de Él, estas ideas sólo expresan los alcances de nuestro propio entendimiento, nuestra mayor o menor capacidad de comprender, que en paralelismo absoluto es capacidad de obrar. En el primer género del conocimiento de Spinoza o género de las afecciones, padecemos a Dios, como padecemos absolutamente todo aquello que es y obra en la naturaleza toda. A partir del segundo género del conocimiento de Spinoza, género de las relaciones, comenzamos a conocer a Dios, a relacionarnos con Él en las nociones comunes, recién en el tercer género del conocimiento de Spinoza, el género de las esencias, amamos a Dios con amor intelectual, es decir, lo conocemos y comprendemos absolutamente. Como todo aquello que es y obra en la naturaleza es por su causa, el conocimiento de la esencia de Dios implica el conocimiento de todas las esencias que se expresan en la naturaleza toda, incluyendo nuestra propia esencia o naturaleza y no habrá causa alguna que nos resulte ignorada o inadecuadamente conocida. El conocimiento adecuado de las causas que son y obran en la naturaleza toda nos hace libres, ¿libres de qué?, de todo padecimiento, sometimiento y sumisión.
Por esta sencilla razón, la idea de Dios es central en todo sistema de poder humano, no hay multitud sin su efecto cohesivo y la política como sistema de armonización entre el individuo y la multitud en la Ciudad, la tiene muy en cuenta. Las religiones como productos de la imaginación humana tienen como único sentido el de someter la potencia de la multitud, es la idea de Dios el recurso fundamental de sometimiento y sumisión. Son construcciones de la imaginación humana que se ocupan minuciosamente de desactivar todo vínculo directo entre la potencia divina y la de sus criaturas, de tal suerte que debemos acudir a los “voceros del templo” para hablar con Dios. Es por eso que la tercera figura que completa el trípode del poder humano en la existencia es la del sacerdote, a esa anodina e impotente figura han reducido la potencia del Cristo.
Todo aquello que los seres humanos piensan, tiene como único sentido ampliar los límites de su propio entendimiento que avanza sobre el entendimiento infinito o absoluto de Dios. Dios es causa de nuestro entendimiento tanto como es causa de nuestra extensión o corporalidad y ambos atributos de Dios se expresan en nosotros de manera absolutamente diferente, aunque ambos expresen la misma cosa, el hecho admirable o el “milagro” de la existencia misma.
Nada escapa de la progresión causal al infinito (Ética I, proposición XXVIII) y esa misma progresión en su conjunto infinito nos interroga sobre su causa única y primera. Esa interrogación sólo cabe en la mente humana, el punto de vista, la mirada o especie en la que acontece la idea de Dios. Mirada o especie que abarca todo lo finito y alcanza su límite en lo infinito y eterno.
Pensar a Dios adecuadamente no alaga a Dios, nada le importa a Él cómo lo pensemos, la virtud de ese pensamiento adecuado es la sabiduría misma, que implica el conocimiento de las causas por las que las cosas y los seres son y obran en la naturaleza toda, eso es la beatitud de la impasibilidad, es decir, la dicha misma o felicidad.
“La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma…” (Ética V, última proposición).